La
vida, esa efímera fluorescencia que brilla en la oscura dimensión
del tiempo infinito, paga un precio por alumbrar un instante, por
titilar como una estrella lejana. El precio es la muerte. Nadie
escapa al destino trazado desde el mismo momento de la concepción.
La vida debe su existencia a la muerte y el calvario y la condena que
acompaña al ser humano en su breve existencia, en su brevísimo
aleteo de mariposa en la Tierra, es saberlo.
Cecil, el león
asaeteado, no lo sabía. El toro que ha matado a Fandiño, tampoco.
Pero Fandiño sí. Y los que insultan al torero muerto, los que se
envuelven en ropajes de falsa preocupación por el sufrimiento de un
animal mientras comen hamburguesas en un restaurante de comida
rápida, o solomillo de buey gallego deconstruido en salsa etérea de algas japonesas
extendida en nido de plumas glaseadas…, deben saber que ellos
también morirán. La diferencia está en el cómo. Morir desafiando
la vida, enfrentando el cuerpo protegido solo con una tenue defensa
movida por los vientos caprichosos de la tarde, a un animal de
quinientos kilos armado con dos sables capaces de ensartar y levantar
metros de altura caballo y jinete, tiene, digan lo que digan quienes
esconden envidias y frustraciones detrás de millones de kilómetros
de distancia digital, amparados por la ideología dominante, velas
extendidas al viento de lo que ahora se lleva, insultos y amenazas de
pobrísimas personas que como la mayoría, solo transitamos muertos
de miedo por el miedo de que vamos a morir, tiene, lo de Fandiño
digo, y otros como él, mérito.
Morir
de pie, viendo venir la muerte en tromba incontenible. Esperar a pie
firme confiando en que en el último momento la bestia haga lo que
quien espera supone que va a hacer, es muerte de hombre grande, de
gente que vence la vida, gente que sabe que en las cuentas finales de
nuestra miserable existencia en este mundo es lo mismo treinta y seis
que noventa. Dentro de cien años ya nadie se acuerda. Gente grande
que juega la partida sin esconderse, exigiendo que el otro jugador,
al que los débiles evitamos siquiera nombrar, aparezca vestido con
ropa oscura, guadaña afilada, manos esqueléticas, silencio
pavoroso, poder infinito, al otro lado de la mesa.
«Ya
que al final vas a vencer, juego mi alma, mi espíritu, todo lo que
soy en una apuesta simple: si gano, si salgo vivo del envite, habré
vivido mil años en una tarde. Si pierdo, si la bestia puede conmigo
habré muerto en cinco segundos sin soportar horas interminables en
una fría sala de hospital».
La
apuesta merece la pena, pero hay que tener eso que solo algunos
tienen. Eso que tenía Fandiño.
Los
que se alegran, los que falsamente parecer preocupados por el toro
que le ha matado, deben saber que el toro muere con dignidad, con
respeto. Deben saber que el león Cecil, aquél por el que se
elevaron llantos mundiales, era un taimado asesino, tardaba en matar
una eternidad. Atacaba por detrás, lejos de las defensas del búfalo
y allí se entretenía, horas si hiciera falta, hasta desangrar a un
pobre animal en una agonía lenta y espantosa. El buen torero mata
con habilidad y rapidez y muere de pie, destruido por un enemigo tan
noble como él mismo.
No
entiendo de toros, pero siento envidia de Fandiño, señor de la vida
y de la muerte.