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miércoles, 10 de julio de 2019

VERÓNICA

Viajeros del tren nocturno
Lluvia mortal













Ahora que las aguas vuelven a su cauce, es decir, que otras noticias más recientes anegan las televisiones y periódicos sumergiendo el pasado reciente en el olvido, se me ocurre hacer alguna reflexión acerca de la muerte de Verónica.

Verónica, como todos nosotros, cometió un error de juventud, casi de adolescente. La niñez y la adolescencia se prolongan ahora hasta bien entrada la veintena. Tenía 27 años cuando grabó o la grabaron en un video de contenido sexual explícito. El video en cuestión ha acabado circulando por las redes de relación y comunicación modernas y Verónica puso fin a su vida. Intelectuales, articulistas, periodistas, opinadores de todas las tendencias han pontificado acerca del suceso y han acabado por acusar a unos y a otros del terrible desenlace.

El feminismo militante, rama especialmente agresiva del neocomunismo que es el mismo de siempre, revestido de animalismo, feminismo, LGTB, etc. ha emitido ya algún comunicado culpando al bicho oficial de todas las desdichas que acaecen a estas alturas del siglo XXI. El culpable es el machismo, el heteropatriarcado… lo de siempre.

Por el lado religioso, he leído la opinión al respecto del novelista de Prada que ha escrito dos artículos en un digital católico. Me interesa especialmente este análisis, pero antes de comentarlo vaya por delante que, por lo que a mí respecta, la muerte de Verónica se debe a que en esta época dominada por la informática no existe la más mínima posibilidad de borrar, de olvidar los errores que se cometen indefectiblemente a lo largo de la vida.

Los que tenemos ya una edad provecta recordamos los ridículos espantosos que tuvieron lugar en la adolescencia y en nuestra juventud. También recordamos los terribles pecados, casi todos de índole sexual, léase “pajas”, que nos atormentaban ante la amenaza de penas infernales. No había escapatoria porque según la doctrina vigente Dios lo veía todo. La única posibilidad de eludir el infierno era la confesión. En tiempos preconciliares, el penoso acto de reconocer el tremendo pecado ante un tercero se hacía con discreción, a través de una celosía que junto con el sagrado voto de secreto eclesial, garantizaba la intimidad y limpiaba el alma de esas impurezas, al menos hasta la siguiente recaída.

Perdón y olvido. Lo mismo cuando se trataba de esas situaciones espantosas que todavía tienen la extraña facultad de torturarnos a pesar del tiempo pasado. La vergonzosa confesión de amor a la chica de los sueños de entonces que respondía con una demoledora carcajada ante el resto de la concurrencia escolar. O las humillaciones sufridas a cargo de los abusones oficialmente reconocidos en aquellos terribles años.

Sobre todo ello, sobre nuestros “pecados”, nuestros miedos, nuestros torturantes recuerdos hemos conseguido extender un oscuro velo que los oculta y nos protege al mismo tiempo.

Eso ya no es posible. La tecnología moderna lo graba y recuerda todo. Es curioso que todo lo que guardamos en archivos digitales acaba por perderse en algún laberíntico circuito de memorias diversas. Las fotos, los escritos, las recetas de cocina, todo acaba perdiéndose. Parece irrecuperable, pero ahí está, en el ordenador, en algún dispositivo usb o simplemente en la “nube”, lugar extraño regentado por empresas tecnológicas que garantizan (eso dicen) el anonimato de nuestros archivos a los que solo podemos acceder a través de claves que antes o después acabaremos olvidando.
Todo queda archivado, todo queda guardado. En caso de necesidad se echa mano de ello. A Villarejo, experto policía, lo tenían grabado. Los archivos de conversaciones mantenidas durante años , delatores de sus extrañas actividades profesionales, guardados en cámaras blindadas hasta que fuera necesario echar mano de ellos. Ahora Villarejo está en la cárcel y a nadie le importan sus revelaciones que él suponía garantizaban su impunidad.

Verónica cometió un error, Olvido Hormigos cometió otro. Alguien, no hemos sabido quién, puso en circulación el mal recuerdo, el error cometido para escarnio y quién sabe con qué otras intenciones de las dos mujeres víctimas. Una, Olvido, consiguió remontar el escándalo, la vergüenza, la mala intención. Verónica no fue capaz, acabó sucumbiendo a la maldad propia del siglo XXI.

 El “trol”, el culpable o la culpable, tiene que estar en algún lado, tiene que haber un o una responsable última y, por supuesto, unos corresponsables pasivos que luego se ocultaron entre la “manada” de compañeros manifestantes con semblante serio que parecían decir, sin decir nada, «yo no he sido».

Pero allí debía de estar, el “trol”, esa formidable criatura de los nuevos tiempos digitales. El malvado carcomido por el odio. El envidioso invadido por la tradicional “mala leche” española que desde las sombras pone en circulación la acusación, la calumnia, antes repetida en cómplices habladurías vecinales y ahora expandida al universo virtual, al vecindario digital que se apresta, como siempre, a destrozar la víctima entregada en holocausto al nuevo dios que preside y disfruta con el mal diseminado a través de las redes sociales. Descanse en paz Verónica.

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