UNA SERVILLETA DE PAPEL EN EL MENÚ
La experiencia mística, trascendental, sobrenatural del
comer en un Michelín se transforma en el descenso a los infiernos del hambre
rabiosa que requiere satisfacción, siquiera meramente psicológica. Comer lo que sea para
engañar el estómago vacío. Comer papel para general líquidos salivales que encubran
lo indigerible en entretenida espera de algún nabo perdido que llevarse a la
boca. No hace tanto. No muy lejos del lugar. Digerir celulosa como hacen
algunos animales que literalmente, si les dejan, se comen bibliotecas enteras.
A doscientos euros el cubierto, en un entorno de hipócrita
zalamería y falsa simpatía, algo hay que inventar que ayude a soportar tanta
afectación. Empalagosas presentaciones de “deconstrucciones” alimentarias irreconocibles
en extraños soportes que ni por aproximación se parecen a platos tradicionales.
Creatividad culinaria para satisfacer a desconocidos inspectores de la guía
mundial de la estupidez elevada al rango insufrible de la gastronomía esotérica,
extraterrestre, gastronomía astronómica que ha dejado de ser de este mundo,
solo apta para pedantes ideológicos de todo el espectro político incapaces de
reconocer que el rey está desnudo.
Pasados ya, no hace tanto, los años del hambre, resuenan
aquellas palabras de los viejos del lugar que se resistían a acudir a restaurantes
de la nueva cocina: “a quién se le ocurre pagar tanto dinero cuando en casa
puedo comer lo mismo sin gastar más que la décima parte”.
Comer para vivir, no vivir para comer.