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jueves, 19 de marzo de 2020

NUEVA ORACIÓN POR EL CORONAVIRUS

Viajeros del tren nocturno
Lluvia mortal














En tiempos de miedo como los que vivimos en la actualidad, conviene tener esperanza. Extraer de entre los escombros de nuestra mente destrozada por el terror y la incertidumbre algo, lo que sea que nos ayude y de paso ayude a otros.

Y pondré mi pequeña experiencia que, lo digo de antemano y para aquellos que odian la fe cristiana, tiene que ver con la fe católica. Y con los sueños, mis sueños. Y también con las películas producidas por lo que se llamó fábrica de sueños y que ha resultado ser también fábrica de pesadillas, sobre todo una.

Cuando vi la famosa película “El exorcista” tendría por aquel entonces unos dieciocho años. Me impresionó vivamente. La historia mostraba de forma visible aquello que en las catequesis infantiles a las que yo había asistido se había configurado como algo lejano, nebuloso, ciertamente inquietante , pero carente de forma reconocible, un miedo latente y lejano. El diablo, el demonio, ese ser maligno que quiere arrastrarnos a ese lugar de perpetuo sufrimiento, el infierno, está siempre directamente relacionado con la fe cristiana. Cristo, según los evangelios, hace fundamentalmente dos cosas, dos milagros, curar enfermos y expulsar demonios. La película en cuestión ponía cara y forma al demonio que, dígase lo que se diga, nos aterra a todos los católicos.

Además, me parece a mí, que dicha película terminó por abrir puertas al mal. Mostró sacrilegios, perversos pintarrajeos de tipo sexual a una imagen de la Santísima Virgen, cosas que con el correr de los años repitieron supuestos artistas transgresores, pintando a Nuestro Señor crucificado con sexo femenino, utilizando hostias consagradas robadas de Iglesias para desparramarlas por el suelo. Supuestas, insisto, transgresiones que parecían significar libertad creativa y valentía del autor y que no eran sino demoníacas manifestaciones a través de servidores entregados, consciente o inocentemente a su señor. Al señor de las moscas.

Pero estábamos en los sueños, en los míos. Y a partir de aquella película se repetía cada cierto tiempo la aparición de un perseguidor, de alguien que me inquietaba y del que no podía librarme a pesar de mis oraciones y de recurrir a crucifijos y otras amenazas aprendidas de refilón. No eran, todo hay que decirlo, sueños terroríficos, pero sí sumamente desagradables. Acababan por despertarme y en ocasiones tenía que encender la luz para al cabo de un rato sosegarme y volver a dormir.

En la última de estas pesadillas volvía esa criatura a molestarme, a aterrarme de nuevo, a obligarme a huir sin poder encontrar remedio que me librase de la presencia maligna. Y entonces, no sé por qué, me vino a la mente el recuerdo la historia bíblica de la enemistad entre la mujer y la serpiente. Dios otorga finalmente el poder de aplastar al tentador por parte de la hembra de la especie. Algo curioso y sugerente que para nosotros los católicos cristaliza en Nuestra Señora, la madre de Dios, de Cristo .



Y mi olvido de esa figura femenina se debía en gran medida a la invasión protestantizante que hemos sufrido todos los católicos desde el Vaticano II. Es decir, la idea de que entre nosotros y Dios basta con leer e interpretar a nuestro antojo la Biblia. Y es por este motivo por el que lo protestantes tienen poca fe en la Virgen. Los evangelios no se ocupan apenas de ella. Se la menciona en el milagro de las bodas de Caná, en otro pasaje en el que junto con otros familiares de Cristo intenta llevárselo y que no siga predicando, intuyendo como madre el peligro que corre su hijo. También, creo que es San Juan, el que la sitúa a pie de la cruz y poco más se dice de ella al menos en los evangelios canónicos. De ahí que el protestantismo recele de la figura femenina, de la Madre de Nuestro Señor y que la considere meramente humana, sin otra cualidad. Y esa idea de pasar por encima de la tradición católica que venera a la Virgen como mediadora universal ante Nuestro Señor, fue asentándose en mi mente sin que yo me diera cuenta. El caso es que en el sueño, en el miedo a ese ser perseguidor que adoptaba forma humana, pero que era evidentemente malvado, incapaz de huir y también de despertarme, invoqué a la mujer, a la Virgen, a la Madre de Dios recordando el poder que se le había otorgado sobre el demonio. Y allí estaba. Cerca, no podía verla, como si un muro de aire impenetrable la cubriera, silente, no podía verla, no podía hablar con ella, pero estaba allí, supe con seguridad asombrosa que estaba allí, al lado. Y entonces la criatura demoníaca desapareció, se fue espantada. Nunca más ha vuelto. Cuando desperté, sorprendido identifiqué a esa presencia invisible, pero real, como la madre eterna. No sé el porqué pensé precisamente en la madre, en la mujer a la que debemos la vida y en la mujer que por encima de todo nos ama, nos protege. La Virgen, la madre de Dios en la Tierra, es precisamente esa madre a la Cristo entrega desde la cruz a Juan. He ahí a tu madre, como si Juan el apóstol predilecto nos representara a todos nosotros.

Y viene esto a cuento de la actual peste que nos amenaza, del insidioso virus contra el que parece no haber remedio. Una pesadilla hecha realidad. Un diablo invisible que nos invade y destruye sin que la ciencia médica tenga, de momento, respuesta. Y me parece a mí que ante el miedo, ante la amenaza, ante la tribulación conviene acordarse de la madre. De esa madre australiana que muestra como su hijo, diferente a los demás, es atacado, es acosado por esa maldad inherente a todos nosotros y como esa madre consigue finalmente reunir también esa parte de bondad que todos tenemos y salvar a su hijo de ese desdichado deseo de suicidio. La madre, figura de la que ahora muchos y muchas recelan y rechazan, siempre ha sido refugio seguro.

Y frente al mal, al virus, a la enfermedad yo, al menos, recuerdo una y otra vez mi sueño y pido a la Madre Eterna, a la Virgen María como hijos suyos que somos según deseo del mismo Cristo, que nos proteja, que aleje el mal y medie ante Dios para que pase finalmente esta peste, esta enfermedad maligna que nos está destruyendo.

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