
PELÍCULAS DE VIDEOCLUB:
Del año 2013
Película de policías, pero no policíaca, de varones
policías, no de mujeres policías, película que podríamos interpretar como un
análisis de las tres edades del varón blanco, anglosajón y por extensión del
varón blanco occidental.
El viejo policía, el maduro policía padre de familia y por
último el joven recién llegado a la comisaría como adjunto del veterano, duro,
dipsomaníaco jefe policial que evita beber para no recaer en el abismo del
alcoholismo.
Comienza la historia con el padre de familia, casado, mujer,
dos hijos, casa con jardín y piscina en barrio residencial tomando parte en una peligrosa redada de
delincuentes asiáticos. Uno de ellos dispara a nuestro policía, Mal se llama o
al menos así llaman a este eficaz vigilante del orden y salva la vida gracias
al chaleco antibalas, otros compañeros detienen al asiático mientras Mal se
retuerce de dolor y en cuanto se recobra parcialmente se dirige al detenido que
le pide perdón. Mal le golpea, fin de la escena.
Día siguiente, el grupo policial celebra la detención de la
banda bebiendo más de la cuenta, Mal es el héroe, el que ha dirigido la
operación, luego, con unas cuantas copas de más coge el coche y un compañero le
da la consigna, la contraseña que debe utilizar para sobrepasar los controles
de tráfico.
Le cuesta concentrarse en la carretera, el alcohol, el sueño casi
le vencen. Le paran en un control, pero la contraseña y la identificación como
policía le permiten seguir adelante. Vemos ahora una carretera de cualquier
ciudad, desierta a esas horas, un chico en bicicleta circula con cierto
atrevimiento y Mal le sobrepasa, pero al parecer le golpea con el retrovisor y
el muchacho cae al suelo golpeándose la cabeza. El policía para le atiende,
avisa a emergencias, está aturdido por la bebida y el cansancio, pero hasta
cierto punto controla la situación, luego cuando se acerca a su coche en busca
de abrigo para el chico ve el retrovisor recogido, debe haberle golpeado.
El viejo policía habla por teléfono mientras el joven
conduce. Por radio piden que una unidad policial se acerque al lugar del
accidente, el viejo Carl no quiere, no le corresponde, pero el joven aprovecha
que su jefe está entretenido en la conversación telefónica y recoge la llamada.
Llegan a la escena del accidente Carl se da cuenta de inmediato de lo que ha
ocurrido, se lleva a Mal y se libra de su ayudante al que envía a controlar a
los periodistas y curiosos. Carl y Mal hablan y el viejo le acerca un detector
de alcohol que disimuladamente vuelve a retirarlo sin que Mal tenga que soplar,
luego lo entrega a un agente de tráfico, 0,0 le dice, todo está correcto, «ahora
tómele usted declaración». El joven ayudante observa la escena desde el otro
lado de la calzada, sabe que algo raro está ocurriendo.
El chico accidentado es hijo de una inmigrante hindú,
Ankhira se llama, la madre es joven, atractiva, tiene otra hija y aparece en el
hospital acompañada de su madre, del padre no se sabe nada, en toda la película
ni aparece, ni se le menciona.
El joven policía busca algo en el hospital, se acerca al
herido y entonces conoce a la madre, joven, guapa, hindú y además afligida, mujer
sufriente que vela el coma de su hijo.
Mal tiene que pasar por la consulta de la psicóloga, un
trámite engorroso, pero necesario, la mujer es gorda, joven, dice algo a lo que
el policía, que ya se está abrumando por el sentimiento de culpa, apenas
responde, «usted no disparó en la redada de la banda asiática», él asiente, «pero
sí lo hizo hace años» y él habla de un accidente estúpido, la pistola se
disparó en el ascensor de la comisaría, la psicóloga parece sentirse
satisfecha, intuye alguna incoherencia, algún problema oculto que necesitará
una mayor profundización, un mayor control, un mayor sometimiento del poder
policial al superior poder de la mente
que ella representa, pero el jefe de
policía de Mal le requiere y se lo lleva para disgusto de la mujer.
Y ese es el desarrollo de toda la película, el tremendo
sentimiento de pecado cometido de Mal que no le deja vivir, porque el director de la película
o el guionista o ambos saben que el hombre blanco occidental ha sido apresado
entre las garras de acero de la culpa. Culpa por vivir bien, casi
opulentamente, culpa por tener un buen trabajo y haber formado una familia,
culpa por el holocausto del que objetivamente no tiene ninguna, pero que por
algún curioso motivo envuelve en las redes del perpetuo arrepentimiento a todo el
occidente cristiano, culpa por la enfermedad, por el hambre, por las
condiciones de vida de los habitantes del tercer mundo, culpa absoluta por agravios ciertos que quizá correspondan a sus
tatarabuelos, pero que han acabado aterrizando en las mentes blandas, masas
grises de titilante gelatina de los hombres de hoy en día.
Y el joven…, el joven es el nuevo hombre
blanco, anglosajón y por extensión, occidental, educado en el sentimiento de
justicia universal, preparado para asumir la defensa caballeresca de los que no
tienen nada, el nuevo hombre que busca redimir a los oprimidos y castigar a los
culpables, y el culpable es, por supuesto, el varón blanco que le precede, el
que se ha educado entre las viejas ideas que representa el Carl y las nuevas en
poderosa expansión, el varón que ha nacido y crecido entre dos mundos, uno que todavía no ha sucumbido y el nuevo de
incierto desarrollo, sin acabar de
pertenecer a ninguno de los dos.
Y luego está esa ansiedad del joven representante de las
vanguardias del amor y la entrega a la causa, esa posibilidad, esa necesidad de
ser reconocido, de que los perseguidos, los preteridos, los pobres, las mujeres
hindúes, o afroamericanas o asiáticas, todos reconozcan, le reconozcan como el
gran justiciero, el salvador y a resultado de esto se le entreguen agradecidísimos
de haber coincidido con el Robin Hood moderno en una memorable momento de sus miserables
vidas, de haber sido redimidos, salvados por el gran campeón de las causas nobles.
Y el joven policía entonces
entra, quiere entrar en la vida de Ankhila, le promete encontrar al culpable,
en realidad sabe lo que ha ocurrido, es un buen investigador, un hombre inteligente, uno entre tantos de las nuevas
hornadas de jóvenes extraordinariamente preparados que vierte a la sociedad moderna la Universidad
anglosajona.
Insiste ante el viejo, él sabe lo que ha pasado y le acusa
de encubrir a un culpable.
Un culpable, le
explica su superior, que ha tenido un
descuido, un accidente que le puede costar una condena de cinco años de
cárcel, su propia familia destruida, un futuro
arrasado por algo que ya no tiene remedio, la condena de su compañero será
absolutamente inútil. Sí, reconoce, él
le ha indicado a Mal en un momento de especial confusión, recién ocurrido el
accidente lo que tenía que declarar, todo está arreglado y no debe reabrirse el
caso, se trata de solidaridad de grupo, de trabajo, de un trabajo en el que es
fácil equivocarse y que necesita del compromiso de todos para que un error
involuntario no acabe enterrando a toda la policía, a él mismo junto a Mal,
todo por una inmigrante que no es de nuestra casta, por un chico que circulaba
imprudentemente de noche en bicicleta.
Es lo que hay que hacer, ayudar al compañero en dificultades, echar una mano
cuando te necesitan para que cuando tú lo necesites te ayuden.
Pero el joven no quiere, no lo acepta, se niega y el viejo
policía, el mismo al que en una secuencia anterior se le ve saliendo airado de
una sala de justicia que acaba de poner en libertad por una triquiñuela legal a
un peligroso pederasta y proclamar en voz alta que «el mayor criminal de
nuestro tiempo es el sistema de justicia», el viejo policía sabe que no podrá
hacer nada, las nuevas generaciones se adueñan, reclaman ya el futuro para
ellas, el poder que ahora se asienta en otros parámetros, en otros sistemas
ideológicos y de comprensión del mundo que a él le son ajenos, que no comprende o que no quiere
aceptar y vencido abre el cajón de su escritorio para sacar una botella y
volver a recaer en la olvidada adicción.
Otra escena. Ahora el joven aparece en el piso de Ankhira,
le va a acompañar al hospital, el nuevo hombre de Occidente que se desvive por
los inmigrantes de otras razas, (se ve como de pasada en un plano rápido una estatua
religiosa, un elefante sagrado adornado con flores, una sutil referencia a la
religión de la mujer, extraña , incomprensible para el occidente antes
cristiano, lo mismo que en una secuencia anterior, mientras la cámara recorre
la casa con jardín y piscina de Mal, recoge la presencia de una cruz, de un
Cristo crucificado, la vieja creencia que todavía subsiste en cada vez menos
hogares occidentales y que en casa de Mal nos habla de su religión,
probablemente ya solo un recuerdo de trámites meramente administrativos,
bautizo, comunión, etc., dos religiones, una ya en franca retirada y otra
ignota, desconocida, pero muy respetada en el mundo desarrollado y que traen
consigo los nuevos vecinos tan amorosamente acogidos).
Y estábamos en casa de Ankhira con el joven policía que va a
acompañarla al hospital, el hombre nuevo de occidente que se entrega a la noble
causa del acogimiento y la ayuda a los pobres que se han visto obligados a
emigrar, él se acerca a ella con la bolsa de cosas que siempre se pierden en el
último momento, se rozan las manos, ella le mira con ojos asombrados, oscuros,
con la boca abierta por…¿el amor?, ¿el asombro? Y él se apresta a recibir el
premio, la justa compensación, acerca sus labios y entonces ella, ¿asustada?,
¿enfadada?, se escapa, se va hacia la puerta y él no sabe qué pasa, algo no
funciona en matrix, estaba todo tan claro, era tan evidente, la mujer
agradecida debía entregársele. Él, el nuevo hombre occidental, el luchador
incansable por la justicia y la igualdad, bien situado en el entramado social y
económico, con trabajo funcionarial para toda la vida y cresteando además a
favor de los vientos ideológicos dominantes sobre la tabla de surf, se le ofrece, se muestra dispuesto a cargar
con ella, con la hija y se supone que la suegra a la que se ve en un par de
momentos y para sorpresa de las ilusiones construidas sobre suposiciones y
falsas premisas, la mujer se va, asustada y al mismo tiempo enfadada.
Y es que
los que vienen, los que son traídos en pateras no lo hacen para ser salvados,
traen sus propias ideas, su propio mundo al que no piensan renunciar, mundo que
en occidente no se conoce, mundo muy diferente del que nuestros jóvenes han
construido solo en su imaginación. Pero no pasa nada, el policía joven,
rechazado, no por eso va a dar por terminada su cruzada de necesaria justicia.
Carl lo intenta una vez más, insiste en que deje la
investigación, está borracho y el joven a la vista del estado lamentable de su
superior, sabe que ya ha vencido, el
viejo carcamal, el valedor de los métodos antiguos, el policía de la escuela
clásica del quehacer policial, «que los delincuentes tengan miedo de la policía
y no al revés», está perdido.
Y otra escena policial. Mal y un compañero detienen a un
peligroso delincuente, ciento veinte kilos de grasa cimbreante esposado en el
asiento de atrás que de pronto comienza
a patear el asiento del conductor hasta desquiciar a Mal. Se ríe, provoca,
porque sabe que no pueden hacerle nada, es un niño de diecisiete años, el
sistema, el nuevo sistema que está acabando con Carl y con él mismo le protege.
Todo el entramado de supuesta justicia moderno puesto al descubierto en una
escena de un minuto.
El viejo Carl reúne a los dos policías. Quiere que todo se
acabe que el joven renuncie a su investigación, está completamente borracho,
Mal ya ha decidido, va a confesar, incluso desoyendo el consejo de su mujer que
presiente que todo lo que han construido juntos se va a derrumbar, pero la
culpa, el terrible mal de occidente ya ha hecho presa en el buen policía Mal. Va
a confesar sin implicar a nadie, va a asumir él solo la responsabilidad. Y Carl
estalla, le habla del futuro a que se enfrenta, cinco años de cárcel por un
accidente involuntario, la pérdida de su condición de funcionario, la más que
probable destrucción de su propia familia, pero es inútil, Mal ya ha decidido.
Carl,
completamente borracho se encara entonces con el joven, serio, parsimonioso,
inmutable en su papel de triunfador de los nuevos tiempos. Se hará justicia al
fin, caiga quien caiga, pase lo que pase.
«¿Te la has tirado ya? ¿es por eso por lo que quieres acabar con nosotros? Esa mujer de otro mundo, esa mujer
que no tiene nada que ver con nuestra cultura. Si
todavía no lo has hecho, ten cuidado con el SIDA». El joven se indigna y se
enfrenta a Carl, una pelea que Mal contiene a duras penas solo que ahora Carl
está en el suelo, ha sufrido un colapso, un ataque que le lleva al hospital. Es
el momento de Mal, tiene contra el joven lo mismo que este contra él, todo se detiene mientras el viejo policía convalece en el hospital.
Pero… a
Mal la culpa no le deja vivir, atraviesa con su automóvil un barrio repleto de
hindúes, un chico le recuerda al muchacho que ya ha muerto víctima del
accidente y él sin darse cuenta choca contra un camión. Sangra a chorros por
una herida en la cabeza, abandona el coche con un pensamiento obsesivo, llega
hasta el piso donde vive Ankhira, llama a la puerta, pero la chica y su madre
asustadas no le abren y allí caído, semiinconsciente confiesa, «yo fui, soy
culpable».
Confesión de hombre occidental abrumado por la culpa sin absolución
posible. Antes, unas décadas antes, el sacerdote le hubiera aconsejado lo mismo
que Carl y le habría absuelto, ahora solo queda la decisión de la mujer. Llega
la policía que ante la reiterada insistencia del policía malherido acerca de un
accidente causado por él, interroga a la mujer hindú que les dice que ese
hombre fue el que ayudó a su difunto hijo cuando tuvo el desgraciado accidente.
Escena final, Mal y su mujer dejan a sus hijos en la
escuela, la pesadilla parece haber pasado, se vuelven hacia el coche y ahí está
otra vez. El joven policía con expresión incierta. Quizá quiere zanjar la
cuestión y dejar las cosas como están o quizá, imbuido de su papel de héroe
justiciero, quiere seguir adelante a pesar de lo que ha ocurrido con el viejo
policía, después de todo el nuevo sistema reconocerá el mérito que comporta
enfrentarse a los veteranos mandamases que se resisten a comprender que el
mundo ya ha cambiado definitivamente.
Perfecto análisis. Gracias por compartir
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