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miércoles, 17 de junio de 2015

TIERRA ANTIGUA, TIERRA JOVEN, SED DE MAL (1)



AMOR Y SUFRIMIENTO. ESTE VIDEO TE PONDRÁ LOS PELOS DE PUNTA










TIERRA ANTIGUA, TIERRA JOVEN Y SED DE MAL. (1)
En una WEB católica uno de sus articulistas ha venido publicando una serie de artículos, cuatro en total, en los que mediante una serie de razonamientos que a un lego en materia científica, a mí mismo por ejemplo, le parecen bastante lógicos, aboga por una interpretación literal de la Biblia acerca de la antigüedad del planeta Tierra en el que vivimos y en consecuencia cifra su existencia en el espacio y, por supuesto atribuye dicha existencia a  un proceso de creación en tiempo limitado (seis días y el séptimo descansó), en unos seis mil años de tiempo.

No se trata aquí de iniciar debates ni discusiones sobre esta cuestión. Para eso haría falta una formación científica de la que yo, al menos, carezco. Pero sí de hacer algunas apreciaciones sobre esta serie de artículos que al menos a los que tenemos fe nos proporciona cierta esperanza o fundamento  de tipo científico o al menos racional.





La fe, la creencia, es desde luego algo absolutamente irracional. Lo que vemos, lo  que sentimos, lo que pensamos, es sólo producto de una serie de reacciones bioquímicas que acontecen en todo nuestro cuerpo y, por lo que respecta a los grandes sentimientos, amor, odio, felicidad, tristeza, tienen lugar en el intrincado interior de nuestro  cerebro.

Llegar, por tanto, a inferir la existencia de Dios, del Cielo, del Infierno, pertenece, como dijo Borges acerca de la Teología, al género de la ciencia ficción.

Pero existe también una historia, una  historia que se remonta tal vez a hace cuatro mil o más años. Y desde el comienzo de esa historia de la que algo sabemos, porque fue escrita, el ser humano siempre ha creído en la trascendencia, ha edificado mundos ultraterrenales habitados por seres poderosos y superiores que nos pedirán cuentas acerca de nuestra actuación en esta vida una vez la abandonemos. En general el ser humano, salvo los intelectuales más reputados, entre ellos también filósofos antiguos, siempre ha sentido la necesidad de creer, de existir más allá de esta vida, porque, y en eso científicos y no científicos, creyentes y ateos estarán de acuerdo, sin esa fe, sin esa esperanza en un mundo más allá de éste, es imposible hallar un mínimo de sentido lógico a nuestra presencia en el cosmos.
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Y aquí nos encontramos frente a las dos grandes teorías. Una científica, es decir avalada por los grandes intelectuales del siglo XXI, por sus pruebas de laboratorio, sus investigaciones empíricas y sus complejísimos cálculos acerca de composiciones celulares y posible existencia de partículas misteriosas que serían la clave de la realidad que conocemos, (el bosón de Higgins) que según parece anula la necesidad de un Dios creador puesto que esta partícula explica el salto de la nada a la existencia material. Y otra, a la que los teóricos de la ciencia ortodoxa evolucionista, niegan la condición de científica, que sería la que se conoce como del diseño inteligente.

En resumen, o se necesita una causa última o primera, según se vea, un creador, sea éste quien sea, o no, y en este caso la explicación de nuestra presencia en este mundo se entiende por la llamada, en general, Teoría de la Evolución, es decir, desde esa partícula elemental que surge de la nada todo habría ido evolucionando, cambiando hasta dar lugar a la aparición de nuestro planeta y de la vida en él. Esto, como es obvio, requiere abundancia, infinitud de tiempo. Entender  la vida humana en el planeta Tierra necesita que éste tenga miles de millones de años, sólo así se explicaría que de la primigenia sopa química se hayan podido producir los miles de millones de micro cambios necesarios  para que nosotros con DNI e identidad propia estemos aquí.

También se infiere otra consecuencia, ésta más deprimente. No somos nada, sólo un producto casual de infinitas combinaciones bioquímicas y ambientales. Desde el punto de vista de un científico evolucionista, sólo somos un virus letal para el planeta, una metástasis de un cáncer peligrosísimo para la propia existencia de la vida vegetal y animal en la Tierra, un ser destructor que se obstina en imponerse a la Naturaleza, en transgredir sus leyes que constantemente hablan de equilibrio ecológico. No es, por tanto anecdótico que los auténticos  dirigentes del Planeta, los intelectuales de siempre, los que desde la altura de su capacidad craneal, de sus IQs de vértigo,  saben, conocen,  deciden, especulan y sobre todo instruyen a los líderes operativos acerca de sus de cómo deben dirigir el mundo, estén sembrando desde hace décadas la idea del exceso de presencia humana en este mundo. La superpoblación (la ajena, es decir, la de los que no son ellos) es insoportable. Control de natalidad, aborto, emigración de lugares superpoblados en los que todavía quedan leones, hienas, elefantes y demás hacia la vieja y ya esquilmada Europa, dejará que estos paraísos de vida natural puedan seguir existiendo para el estudio y solaz de los que al final del proceso queden al mando del Planeta.

Por el contrario, los que creen en un Ser Creador, sobre todo los que creemos en la Biblia, insisto en que no es una creencia racional, vemos al ser humano como una criatura superior a la que Dios ha hecho a su imagen y semejanza, a la que ha conferido la condición de hijo suyo, y  además el derecho y el deber de crecer y multiplicarse aprovechando los recursos de la Tierra.

Hay, es evidente, cierto grado de egoísmo de especie en esta visión del ser humano y del mundo en el que habita, pero también cierta necesidad de ser algo más que un virus destructor y por tanto prescindible, porque si aceptamos tontamente las tesis evolucionistas, con el correspondiente y cariñoso masaje sobre el hombro de los que nos instruyen «tú sí que eres inteligente y no te dejas manipular por esos vendedores de mitos y brujerías medievales», rebajamos, admitimos nuestra condición de excedentes humanos, y de ahí a elaborar los oportunos programas de exterminio asistido  no hay más que un pequeño paso.

Acordémonos una vez más del denostado régimen nazi. Su fundamento era racial, eugenésico, la raza germana era superior y debía prevalecer. La teoría de la evolución, por entonces más burda que la que  actualmente llaman neodarwinismo, proclamaba la supervivencia del más fuerte. El vencedor en la lucha de machos animales de todas las especies, era el único que tenía derecho a transmitir su carga genética. El hombre, por el contrario, con sus ideas de justicia divina, de amor y ayuda a los débiles, sólo estaba deteriorando la raza humana y singularmente la raza superior por antonomasia. Todos sabemos lo que luego pasó.

Y ahora mismo, una empresa de biogenética AQUÍ ha utilizado con gran escándalo, pero al mismo tiempo con gran repercusión mediática (que era de lo que se trataba)  la imagen de una niña, de un ser humano, de una hija de Dios, según los que tenemos fe, y la ha reducido a la condición de indeseable consecuencia de no utilizar sus repugnantes servicios.

Los que sin saber, se ríen, sin pensar hablan, sin meditar acerca de las consecuencias aceptan el diseño científico de los que ya han matado a Dios, deberían tener más cuidado. Sin Dios, sólo tenemos intelectuales, abogados, científicos, médicos, físicos y matemáticos, todos muy listos, pero sinceramente,  a mí esta gente me preocupa bastante.

Sé que no es científico, sé que no es racional, sé que todo el mundo cree a pies juntillas en la evolución, sé que se ha decretado la muerte de Dios y que se persigue con saña especial al Cristo Dios hecho hombre, no acierto a comprender esta obstinación contra un inofensivo  grupo humano en cuyas filas cada vez militan menos personas. Pero, a pesar de todo, ruego a Dios para que la Tierra sea joven  y los cuentos bíblicos sean, después de todo, ciertos.




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