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viernes, 26 de enero de 2018

CELULOSA DE PRIMER PLATO

Lluvia mortal
Viajeros del tren nocturno
















UNA SERVILLETA DE PAPEL EN EL MENÚ

La experiencia mística, trascendental, sobrenatural del comer en un Michelín se transforma en el descenso a los infiernos del hambre rabiosa que requiere satisfacción, siquiera  meramente psicológica. Comer lo que sea para engañar el estómago vacío. Comer papel para general líquidos salivales que encubran lo indigerible en entretenida espera de algún nabo perdido que llevarse a la boca. No hace tanto. No muy lejos del lugar. Digerir celulosa como hacen algunos animales que literalmente, si les dejan, se comen bibliotecas enteras.

A doscientos euros el cubierto, en un entorno de hipócrita zalamería y falsa simpatía, algo hay que inventar que ayude a soportar tanta afectación. Empalagosas presentaciones de “deconstrucciones” alimentarias irreconocibles en extraños soportes que ni por aproximación se parecen a platos tradicionales. Creatividad culinaria para satisfacer a desconocidos inspectores de la guía mundial de la estupidez elevada al rango insufrible de la gastronomía esotérica, extraterrestre, gastronomía astronómica que ha dejado de ser de este mundo, solo apta para pedantes ideológicos de todo el espectro político incapaces de reconocer que el rey está desnudo.

Pasados ya, no hace tanto, los años del hambre, resuenan aquellas palabras de los viejos del lugar que se resistían a acudir a restaurantes de la nueva cocina: “a quién se le ocurre pagar tanto dinero cuando en casa puedo comer lo mismo sin gastar más que la décima parte”.

Comer para vivir, no vivir para comer.

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