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PROFESIONES
PELIGROSAS
Pueden verse en ocasiones en los medios de
comunicación listados de profesiones ordenadas por su índice de peligrosidad.
No lo recuerdo con exactitud, pero no creo que en ninguna de ellas aparezca la
actividad que yo considero más arriesgada. Quizá parezca sorprendente, pero ser
actor o actriz, espero se me perdone mi tendencia a utilizar el genérico
masculino, es, en mi opinión, una profesión de alto riesgo.
Pienso concretamente en “El Padrino”. Algunos la consideran la
mejor película de la historia del cine, otros la relegan al segundo lugar,
inmediatamente detrás de “El Padrino II”.
En mi opinión, es mejor la primera, es más, creo que tanto la segunda
como la tercera parte viven de rentas, rentas generadas fundamentalmente por la
actuación de Marlon Brando. Recuerdo que cuando se estrenó en España
precedida de la enorme repercusión que había tenido en Estados Unidos y además siendo aclamada con admiración y rara unanimidad la interpretación de Brando, yo recelaba de la posibilidad de que un actor anglosajón pudiera dar vida, transmitir las sutiles señales que debían identificar a un
mafioso de origen italiano.
El discurrir de las imágenes en la sala de cine me produjo una extraña
sensación. La pantalla mostraba algo que en un primer momento no lograba
identificar con exactitud. Había algo, una atmósfera, una suerte de evanescente
sugerencia de que durante el rodaje se había producido un rarísimo fenómeno.
He vuelto a ver "El Padrino" varias veces,
siempre intentando comprender, descubrir el origen de aquella primera
sensación. La he comparado con la segunda parte y con la tercera. Como digo, la
segunda parte, sobrevive en la inercia de la primera, y la tercera,
simplemente, sobra. Ésto,por supuesto, son opiniones personales, sin otro valor.
Y es que, me parece a mí, Marlon Brando, no actúa. Hace algo
peligrosísimo, se destruye a sí mismo, en cuerpo y alma, se expulsa de su
propia estructura física y se deja invadir por el personaje, algo al alcance de
muy pocos actores y desde luego absolutamente devastador.
La novela es entretenida, tiene un desarrollo
ágil, es fácil de leer, pero en ningún momento se adivina en ella el peso que
Marlon Brando o Vito Corleone, (una vez producida la transformación, si se
hablaba entonces indistintamente de Vito Corleone o de Brando), como digo, en la
novela el personaje no tiene ni de lejos la fuerza de Brando en la pantalla.
Porque en cualquier actuación, en cualquier
personaje que veamos en el cine, siempre se adivina al actor que lo sostiene. Por ejemplo John
Wayne es un protagonista poderoso, un buen profesional. Pero sus personajes no le hacen
desaparecer, no se imponen. Una película de Wayne es garantía de un trabajo
correcto, dentro de un orden, de unos límites que el propio Wayne se encargará
de no traspasar, porque más allá de eso, uno puede asomarse al abismo.
Brando, Corleone, lo hace. Distorsiona su
rostro, está irreconocible, pero hace algo más. Su forma de mirar, de moverse,
de sentarse, de pasar la mano sobre el pantalón de Sollozzo, la manera en que
se acerca a la frutería poco antes de ser tiroteado. La expresión del hombre
herido que sin mover un solo músculo derrama lágrimas de agradecimiento al hijo
que le acompaña en el hospital. No, todo eso no era una simple actuación, era
una desintegración personal, un salto al vacío, un desprendimiento de sí mismo para dejarse
invadir, para ponerse al servicio de un fantasma surgido de un libro.
Y eso, sin duda, se paga.
A partir de esa película, Brando,
simplemente, desapareció como actor. Hizo la tontería de Superman, el coronel
loco de Apocalyse Now y quizá algo más, en todo caso irrelevante. Porque cuando
él encarnó a Vito Corleone, dejó de ser Marlon Brando el actor y pasó a habitar
el espacio etéreo que ocupa un fantasma en la historia que cuenta la novela de Puzzo.
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