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miércoles, 15 de abril de 2020

RESURRECCIÓN

Viajeros del tren nocturno
Lluvia mortal














RESURRECCIÓN

Estamos en tiempo de recuerdo. La Semana Santa recuerda la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

En esta sociedad secularizada todo lo que huele a religioso, a fe en lo trascendente da lugar a artículos, opiniones, incluso a propaganda de libros presuntamente históricos muy contrarios a la historia evangélica de la resurrección. En el fondo todo se reduce a tener fe en Cristo o a no tenerla.

Yo tengo fe. A veces cuando las cosas van mal, la fe flaquea. También cuando los que tenemos fe intuimos que quizá el final del combate entre Cristo y el otro no nos sea favorable. Está la promesa del triunfo final (las puertas del infierno no prevalecerán), la revelación del Apocalipsis de SanJuan libro al que, según el padre Castellani, Borges calificaba como historia con amenazas atroces y alegrías feroces, libro este en el que finalmente se augura el triunfo definitivo de Cristo.

Hay que tener fe, pero lo que vemos en este momento es precisamente el triunfo definitivo del otro.
No obstante y a pesar de la posible derrota de Nuestro Señor, sigo teniendo fe en Él. No tiene ningún mérito creer en el triunfador.

La fe, es cierto, al menos la mía responde también, soy muy consciente de ello, al proceso de troquelación mental al que muchos niños fuimos sometidos en la ya lejana infancia. En aquel entonces, años 60 a 70, y en la España profunda de los pueblos con escasos habitantes, todavía se vivía en una inmersión absoluta en el catolicismo tradicional. Luego, con el correr del tiempo, la fe fue haciéndose más débil, si bien, en mi caso siempre dejé a Cristo en un lugar más o menos resguardado. Nunca renegué de Él, pero sí lo mantuve arrinconado, sin que molestara demasiado en los nuevos tiempos de sexo desenfrenado y libertad aparente que fueron sobreviniendo a partir de los años 80.





Recuerdo a aquel joven, licenciado en historia, hijo de un militar de alta graduación del que renegaba con sutiles sarcasmos, cuando hablando en amigable tertulia yo dije que fuera como fuese nadie podría negar la importancia que Cristo tiene en la historia. El historiador contestó con el arsenal de expresiones corporales y argumentos incontestables que la progresía tiene reservados para estos casos de ignorancia supina. Sonrisas displicentes, gesto de desprecio (¿cómo puede existir todavía gente tan ignorante?) y finalmente el demoledor argumento: “Mira, miserable homínido con nula formación académica...”) . Esto no lo dijo con claridad meridiana, pero se intuía con gran facilidad. “La Iglesia Católica va tomando el poder progresivamente y para justificar su posición dominante se inventa la historia de Cristo. En definitiva, los evangelios fueron escritos al menos doscientos años después de que los supuestos hechos que narran tuvieran lugar”.

No quedaba sino arriar velas y arrinconar un poco más al pobre Jesús de Nazaret. Con el tiempo, la historieta de los “doscientos años después”, ha quedado invalidada. Todos, hasta los más contrarios, coinciden en que como mucho fueron escritos 70 o menos años después de Cristo, es decir, a los cuarenta años de su muerte. El evangelio de Juan que nos ha llegado, es probable que fuera reescrito sobre el original, unos cien años después. El testimonio de Juan es inobjetable, lo cuenta quién lo ha visto y lo cuenta para que creamos.

No obstante, el negacionismo oficial, este negacionismo bien tolerado y publicitado, insiste. Los evangelios no coinciden en el tema fundamental, la resurrección. Unos dicen que había una roca, otros no. Unos dicen que el resucitado se apareció primero a unos caminantes que no le conocieron. Otros que a María Magdalena, etc. Marcos, el más escueto de todos, pasa por la resurrección casi de puntillas y muchos creen que ese pasaje se añadió después por los pérfidos ultracatólicos, etc.

Cuatro relatos sobre el mismo protagonista y los mismos hechos, pueden dar lugar a versiones diferentes. En la famosa obra “Doce hombres sin piedad” , el mismo suceso es interpretado de distinta manera según la condición subjetiva de cada uno de los testigos.

Si los evangelios fueran falsos, lo lógico sería que como resultado de una manipulación, el relato de todos ellos coincidiera y diera a la resurrección un carácter de clara e indubitable hierofanía. Una extraordinaria manifestación esplendorosa con fuegos celestes, rayos y truenos de la cual nadie pudiera dudar. Por el contrario, los evangelios narran de una forma lineal, sencilla, casi ingenua los hechos y dichos de Aquél al que se refieren. Danos una señal de que eres quien dices ser, le piden los que le odian. No lo hace, qué más señales quieren que los milagros que ni siquiera ellos niegan, sino que los atribuyen al diablo.

Y ahora, dos mil años después, seguimos igual. Danos una señal de que las narraciones acerca de tu vida son ciertas. No hay respuesta. Ni para los que creemos, ni para los que no creen.

Quizá los incrédulos exigen lo imposible. Un testimonio digital grabado del mismo Jesucristo sometido a las preguntas del periodista objetivo.

Pero dejemos todo esto. Como digo el creyente seguirá creyendo y el incrédulo seguirá negando. Unos y otros encontrarán resquicios, pruebas de su posición.

En todo caso, al margen de la negación explícita de la existencia de Cristo, cosa que hoy es más bien cosa de muy pocos, hay algo que todos los que creen que Cristo existió como personaje histórico real, sean gente de fe o contrarios a la condición divina de Cristo no podrán negar.

Estamos en Viernes Santo. Después de una noche terrorífica en el Sanedrín, Cristo es enviado ante Pilatos el cuál lo reenvía a Herodes, el cuál lo devuelve a Pilatos. Ambos querían quitarse de en medio un asunto peligroso que no les incumbía directamente. Era cuestión básicamente religiosa, no política. Pero el Sanedrín tenía sus propias ideas. A semejante tribunal poco le hubiera costado trasladar subrepticiamente al reo a algún lugar escondido y apedrearlo conforme a la tradición.

¿Por qué no lo hicieron? Que Cristo fuera detenido de noche y que el alto tribunal interviniera de madrugada tiene que significar que al problema suscitado por quién decía ser Hijo de Dios enviado por el Padre, debía ser ya muy grave. Si no tuviera seguidores por millares, si solo fuera un predicador al estilo de Juan, lo más probable es que lo hubieran dejado correr. Pero fue recibido el Domingo de Ramos como el Mesías prometido. La gente corriente de Israel estaba dispuesta a proclamarle como tal Mesías, rey auténtico de Israel. Y eso era algo que ponía en cuestión la autoridad religiosa del Sanedrín. Le buscaban desde hacía tiempo, querían desenmascarar al falso profeta. Trampeaban. ¿Es lícito curar en sábado? Y Él contesta ¿No va en busca de la oveja perdida el pastor aunque sea sábado?

¿Por qué dice que perdona los pecados si solo Dios puede hacerlo? Entonces el hombre que se proclama a sí mismo Hijo de Dios cura la parálisis del enfermo. La respuesta es evidente. Perdono los pecados porque yo soy Dios y lo demuestro curando a este enfermo.

¿Es lícito pagar impuestos al César? La respuesta es de todos conocida y finalmente los provocadores deben retirarse derrotados una y otra vez. El pueblo, y no debían ser pocas personas, está dispuesto a creer. El Sanedrín, la intelectualidad oficial de Israel está furiosamente en contra. La mayoría le cree, la selecta minoría que tiene el poder, le odia.

Ahora bien, que el Sanedrín decidiera ejecutar directamente a Jesús, en contra de la mayoría del pueblo judío podía ser muy arriesgado. Los miembros del tribunal formaban esa élite superior en conocimiento e inteligencia que siempre encuentra caminos retorcidos para llevar a cabo sus planes.

En un alarde de inteligencia hipócrita deciden involucrar en el asesinato, no fue otra cosa, al elemento que después de Jesús seguía a no mucha distancia, en el odio que la jerarquía judía profesaba en el orden de sus reconocidos enemigos. El ocupante romano. Implicar a Roma pone a resguardo de posibles reacciones del pueblo ignorante al Sanedrín. Esas reacciones no se produjeron, pero el poder es siempre cobarde y los miembros del tribunal, pensaron resguardar su posición. Ellos condenaban por blasfemia, pero retuercen la acusación para que el romano condene por rebelión.

Y el ocupante romano cae en la trampa. Pilatos sigue la política tradicional de Roma. Ocupación de aquellos territorios que considera estratégicos para consolidar su política de dominio y defensa ante posibles enemigos. Hay que tener en cuenta que Roma sobrevive de milagro al envite de Cartago y a partir de esa guerra cree necesitar lo que llamaríamos un espacio vital de seguridad sometido que impida el surgimiento en África de una amenaza semejante a la cartaginesa. Lo acertado de esta previsión es precisamente la aparición unos tres siglos después del Islam una religión estrictamente enlazada a la guerra expansiva. Pilatos en Judea solo quiere dos cosas, paz e impuestos que soporten la misma ocupación y satisfagan al emperador Tiberio. Las cuestiones religiosas siempre han sido secundarias para los romanos. Que cada uno tenga sus dioses, sus templos, sus ritos, pero que pague impuestos y no altere la paz de la provincia.

Probablemente Pilatos intervino en la cuestión de Jesús porque pensó que se trataba de una cuestión religiosa que no tenía mayor trascendencia. A la vista de las acusaciones y del propio reo, lo pensó mejor y lo remitió a Herodes, el cuál no quiso cometer de nuevo el error de Juan el Bautista. Aquel asunto probablemente le hizo objeto el odio de muchos humildes y fervientes judíos seguidores de Juan. El odio de la jerarquía religiosa de Israel lo tenía asegurado en el sentido de que era un eficaz colaborador del ocupante. Tenía suficiente.

Y ese el misterio de oriente, la imposible separación de religión y política que tan bien gestionaba Roma. La religión era importante para los romanos, pero nunca pretendieron imponer su visión trascendente del mundo a otros pueblos. Por el contrario, las naciones del norte africano bajo su dependencia y sobre todo el pueblo judío eran fanáticamente religiosos. No se conformaban con la libertad religiosa, sino que abominaban del extranjero con el odio feroz de los que solo se consienten a sí mismos.

Pilatos se enfrenta en un momento dado a una posible rebelión por una cuestión que a él le parecía de segundo orden. Estábamos en que la mayoría del pueblo judío, el pueblo llano, humilde había sido convencido por el galileo de lo que afirmaba acerca de Sí mismo. Los que clamaban ante Pilatos eran lo que podemos llamar en la actualidad pandillas organizadas, agitadores al servicio del Sanedrín.
Seguramente no eran muchos. Una plaza donde entran mil individuos apretados, debió parecer a Pilatos una multitud, más si esos especialistas en calentar la calle vociferaban como posesos y amenazaban con recurrir a la violencia. La legión acabaría imponiéndose, pero si sus cohortes fracasaban y debía recurrirse a otras unidades del ejército para dominar las amenazantes algaradas, su futuro político estaría en entredicho. Un fracaso en toda regla. Por eso claudicó. Se lavó las manos. Y afirmó que sentenciaba a muerte obligado por los que allí estaban. “Caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos”, se dice que gritaron. Pero lo más seguro es que la mayoría del pueblo judío jamás hubiera consentido la pena de muerte para Aquél al que recibieron con palmas el domingo anterior.

Después de la muerte, parece ser que José de Arimatea un notable que conocía al Maestro, aunque es dudoso que creyera en todo lo que Él decía, pide permiso al romano para retirar el cuerpo y darle sepultura antes de que el Sabat judío impidiera hacerlo. El descendimiento debió ser terrorífico. Tuvieron que ser varios hombres, seguramente servidores de José, los que se ocuparon del trabajo. Un par de ellos sostuvieron el cuerpo muerto sujetándolo mientras retiraban los clavos de los pies y luego mientras los de abajo sostenían el peso, otros dos servidores extrajeron los clavos de las muñecas, (parece que solo así se podía clavar al reo al madero sin que se rasgaran las manos en caso de que los clavos atravesaran las palmas). Luego, una vez desencajado de la cruz el cuerpo caería desmadejado sobre los hombres de arriba que con ayuda de los que sujetaban los pies debieron depositarlo en decúbito supino sobre una sábana, sobre un lienzo. Lo que aquellos hombres tenían en sus manos, los despojos de un cuerpo sometido a las torturas que se relatan, debía ser pavoroso. Una masa de carne sanguinolenta, machacada a conciencia por el implacable ritual romano de la flagelación y posterior crucifixión.

La visión debía ser insoportable y el lienzo sobrante se extendió por la parte del rostro, el torso y el resto del cuerpo para cubrir en su totalidad al crucificado. Intuyo que debieron cogerlo por la espalda y por la curvatura de las rodillas. Doblándose como en una especie de ese. Según el relato de algún evangelista hubo un terremoto y podemos intuir que aquellos trabajos se hicieron bajo la tormenta y la lluvia. Durante el traslado del cuerpo quizá las manos cayeron inertes a los costados y los acompañantes las introdujeron piadosamente de nuevo al interior del lienzo cruzándolas sobre la pelvis a la altura de los genitales para que allí se sujetaran. Es posible que fuera entonces cuando el cuerpo del Señor, el mismo que emitía aquella extraña energía que curó a la mujer con flujo de sangre, volviera a generar la singular fuerza que finalmente impregnó el sudario sin que hubiera que esperar, como muchos suponen, al momento mismo de la resurrección y a la atómica descarga a la que se atribuye la imagen de la Sábana Santa que se expone en Turín. Todo en Cristo era, en el fondo, tenue y sutil. No había nada extravagante, no se abrían aguas del mar en su presencia, no aparecían columnas de fuego, ni el maná caía del cielo. Todo lo más, en lo más profundo de la noche y en presencia de un par de discípulos, la transfiguración. Un Dios humilde que apenas se muestra, que en su timidez no puede evitar el flujo de su poder infinito. La imagen grabada en la sábana de Turín parece responder a esa posición de traslado del cuerpo inerte. Las proyecciones en 3D responden a esta hipótesis, más que a la de una resurrección en la propia tumba con el cuerpo totalmente extendido sobre la losa, producto de poco menos que una explosión nuclear.

Estamos pues en que Cristo muerto es depositado en la sepultura de un hombre rico. Se sella el sepulcro y la llegada del Sabat impide realizar cualquier otro trabajo. Cristo yace en la tumba.

Domingo, tercer día contado desde el Viernes Santo, cuando Nuestro Señor fue destruido físicamente.

Aquí los relatos evangélicos, no es que difieran, dan cuenta del hecho todos ellos. Las mujeres acuden a la sepultura con la intención de embalsamar el cuerpo. Se pregunta cómo harán para retirar la piedra que cubre la entrada. Si había guardias custodiándola es posible que esperaran una ayuda de estos. En todo caso cuando llegan la entrada está abierta y la tumba vacía. María Magdalena ve a un hombre al que confunde con un agricultor encargado del huerto. Él se identifica y ella cae en la cuenta e intenta postrarse y acariciar sus pies. “No me toques, pues todavía no he ido al Padre”. En Juan también la misma situación, no le reconocimos, pero sabíamos que era Él. Tomás introduce sus manos en las heridas. Dos viajeros caminan junto a Él, pero tampoco le conocen hasta que Él se muestra. Algo ha cambiado. Es un cuerpo físico, pero al mismo tiempo distinto. “No me toques porque tengo que ir al Padre”. ¿Un cuerpo radioactivo?

Un cuerpo físico resucitado que no podía ser tocado hasta que no fuera al Padre. Un gran misterio. No le reconocen, pero saben que era Él. Pero esto no es lo importante. Al menos no para los que se interesan en el misterio mismo.

El prendimiento y muerte produce un efecto en sus discípulos. Un hatajo de individuos bastante simples que solo piensan en el lugar que van a ocupar cuando el Reino se haga efectivo, lo que a la vista de los milagros del Señor, parece inminente. Hay de todo, pero predominan los zoquetes, entre ellos Pedro. No es el preferido, pero Cristo le promete que sobre esa piedra edificará su Iglesia. La palabra piedra entre otras cosas puede significar aquí la condición bastante primaria de Pedro, una cabeza dura como la piedra. Un pescador, como si hoy dijéramos, un camionero o algo semejante. Sin que esto signifique desmerecer a los camioneros. A mí personalmente es lo que me hubiera gustado ser por encima de cualquier otro oficio. Pedro y casi todos entre los doce eran hombres sin especial formación. Las verdades se revelan a los simples.

¿Qué hace esta tropa, exceptuando quizá a Juan, cuando Cristo es detenido? Salen escopeteados, huyen despavoridos. Pedro lo intenta, pero el miedo le puede. Todos se ocultan. El Sanedrín tiene razón, una vez eliminado el líder, entregado a la sofisticada tortura romana, el futuro se presenta muy oscuro para los seguidores del nazareno.

Están muertos de miedo, reunidos y encerrados, sin atreverse a salir a la calle por el miedo a la delación y a ser entregados al Sanedrín o al romano.

Visto en perspectiva, no tenían ningún motivo para tal temor. Los tipos del Sanedrín les conocían bien. Sabían que no significaban nada sin el Maestro. Eran de tercera categoría. En cuanto el líder desapareciera ellos saldrían en busca de sus lugares de origen sin pensarlo dos veces. No eran en absoluto peligrosos.

Y precisamente por esto es por lo que, al margen de lo que cuentan los evangelios, y que puede cuestionarse, es indudable que algo extraño debió ocurrir.

No es lógico que aquel variopinto núcleo de seguidores de Jesús pasaran del terror, del miedo, a salir como posesos a la calle y comenzaran a testificar el nombre del nazareno crucificado.

Algo insólito ocurrió. Algo sobre lo que luego se edificó y expandió la fe en Cristo. Y ese algo debió ser prodigioso y trascendente para que los que temían la muerte prácticamente comenzaran a buscarla. La fuerza de una religión no está en los que están dispuestos a matar por ella, sino en los que están dispuestos a morir por ella. La diferencia entre el Islam y el cristianismo es que Cristo nunca estuvo dispuesto a matar, sino a morir.

Bueno, hasta aquí. Como digo unos creen, creemos y otros no. Unos y otros encuentran argumentos para sostener su posición. Solo digo una cosa. Para los que creemos y no podemos evitarlo, sería mucho más llevadero no hacerlo. Renunciar. La carga de la fe, aún siendo liviana aparentemente, siempre está ahí. Ante cualquier acontecimiento, ante las propias reacciones, ante uno mismo, la fe en Cristo nos muestra a los creyentes, una y otra vez, nuestra propia miseria moral y humana. Solo es malo lo que está dentro del hombre, no lo que viene de fuera. Los alimentos de judíos y musulmanes, son literalmente un peñazo. Deben procesarse de determinada forma, hay que vestir conforme a las reglas. Todo bastante plomizo, pero una vez que uno se acostumbra, llevadero.

Pero el cristiano sabe que el mal está dentro. La envidia, la lujuria, la codicia, la ambición, la gula, todo eso lo tenemos dentro y es imposible cumplir ningún ritual que lo haga más soportable. Solo la fe en Cristo nos consuela. Sin Él, sin su Santísima Madre que es la nuestra, sabemos que nuestra miserable condición no tiene remedio. Por eso es terrible ser cristiano. Nos pone frente al espejo de nuestra propia maldad, de nuestra miserable condición. Solo Él puede redimirnos.







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