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jueves, 7 de marzo de 2024

SECTOR ESTRATÉGICO III: (España se hunde sin remedio)

 



Dudo mucho que España sobreviva a Sánchez. La actual legislatura nos lleva irremediablemente al desastre. Nos lleva a la desaparición como Estado independiente y reconocido. A la vista de la despreocupación de la ciudadanía acerca de esta situación, de los “findes” repletos de planes y escapadas, del muestrario (manipulado) de relaciones sexuales que aparecen en el infame programa del “firts dates”, de los noticiarios televisivos y demás periódicos y revistas que expelen el cada vez más irrespirable tufo a sumisión y dependencia de algún poder extraño y oculto, la verdad es que no parece haber remedio alguno.


Pero estábamos en la serie de artículos sobre los sectores estratégicos. Aquellos ámbitos económicos y sociales sin los cuales un Estado es inviable. El tan denostado franquismo fue el que después de la guerra civil y a pesar del boicot internacional consiguió poner a España entre los países más desarrollados del mundo. Se decía que España, en la década de los setenta, era la décima potencia industrial y económica entre todos los países reconocidos.


El mundo desde el fin de la segunda guerra mundial se había dividido en dos sistemas aparentemente irreconciliables. El liberalismo económico y social de los Estados Unidos e Inglaterra y el comunismo radical representado por la URSS y también por China. Un tercer factor determinante fue la aparición del Estado de Israel que sometió la posguerra mundial a tensiones cada vez más poderosas todo el medio Oriente. La percepción que nos trasladaron los medios de comunicación acerca de esta cuestión, al menos aquí en España, fue la de un pequeñísimo país de unos seis millones de habitantes que hacía frente gracias a su heroísmo y determinación al acoso del mundo musulmán cuya población se cifraba por aquel entonces en unos ochenta millones.


Dejaremos esta cuestión, que es la cuestión fundamental, para otros artículos y nos centraremos en el método que se siguió para el desmantelamiento del sector estratégico industrial en España, desmantelamiento cuyo comienzo exacto tiene lugar en el mismo momento en que Franco fallece y el ahora emérito asume el poder por el decreto de sucesión franquista. Es importante entender que a Juan Carlos lo instituye como sucesor del franquismo, el mismo Franco y a título de rey. No hay sucesión monárquica alguna. En principio es mero franquismo reconvertido en monarquía. El sucesor a la corona tradicional borbónica lógico y de pleno derecho era el infante don Jaime, sordomudo. Esta circunstancia, por ejemplo en Francia no era determinante para apartarlo del derecho hereditario, tal es así que ahora mismo los monárquicos franceses reconocen a Luis Alfoso de Borbón y Martínez Bordiu biznieto de Franco como legítimo aspirante a la hipotética corona francesa.


Según algunos estudiosos la renuncia de don Jaime es más que cuestionable. Primero porque Alfonso XIII había huido de España sin motivo grave que lo obligara a ello. Quizá el monarca entendió que el comunismo era ya incontrolable en España y unas elecciones municipales que a pesar de todo ganó la derecha, excepto en las grandes ciudades, precipitaron su huida. Don Alfonso, sin duda recordaba lo sucedido con la familia real rusa. De alguna manera su situación matrimonial y su propia familia tenían similitudes con la del “Zar” Nicolás. Ambos estaban casados con descendientes de la reina Victoria de Inglaterra y ambas esposas podían transmitir la enfermedad genética de la hemofilia a sus hijos varones. En ambos casos ocurrió que uno de los hijos de ambos matrimonios desarrolló la cruel enfermedad. En ambos casos planeaba sobre ellos la insurrección marxista y el rey Alfonso, mal aconsejado huyó, abdicó, dejó la monarquía y abandonó España y a los españoles que unos años después se sumieron en el charco de sangre de la guerra civil. No podía hacer renunciar a don Jaime a algo que él ya no tenía. Además ese tipo de renuncia tenía que ser convalidado por las Cortes españolas. Por tanto la sucesión en Juan Carlos era más que dudosa desde el punto de vista monárquico, de los usos, costumbres y derecho español tradicional. En definitiva con Juan Carlos se inaugura un nuevo régimen totalmente distinto al franquista cuyas Leyes Fundamentales el luego comisionista y mujeriego Juan Carlos I juró defender, para de inmediato traicionar.


La transición y lo que vino a continuación supuso una crisis sin precedentes en el tejido industrial español.


A finales de los años 70 del siglo pasado, todavía el sector industrial metalúrgico del norte de España que es el que conozco de primera mano, ofrecía salidas laborales a la juventud.


Periclitado el franquismo y en plena vigencia de la democracia que alumbraría finalmente la Constitución del 78, los paradigmas sobre los que se había construido la boyante economía española de los 60 comenzaban a tambalearse. La inflación provocada por el aumento de los precios del petróleo (aumento que patrocinó la OPEP como respuesta a las guerras que Israel ganaba una y otra vez) sorprendió a los países occidentales. En España la inflación alcanzó los dos dígitos en algún momento de los últimos años 70 y 80 lo que se unió a la precarias situación de una nación que abandonaba un sistema de partido único y dictatorial para adentrarse en las prácticas democráticas de partidos y enfrentamientos sistemáticos entre visiones distintas del mundo.


La oferta de petróleo dependía casi en exclusiva de la OPEP y el cártel petrolífero puso a las economías occidentales frente a una realidad desconocida. La materia prima por excelencia, el combustible que movía la industria occidental y sustentaba el apacible modo de vida de la posguerra mundial dejaba de ser asequible. Las más preclaras mentes occidentales, las inteligencias educadas en Harvard, Yale, Oxford y demás comenzaron a elucubrar imaginativas soluciones.


El liberalismo clásico anglosajón basaba su éxito en el imperialismo depredador. El imperio colonial proporcionaba la materia prima a precio de derribo y el producto industrial se vendía con una más que sabrosa plusvalía. Ahora las anteriores colonias árabes comenzaban a acariciar el poder absoluto de los que poseían las fabulosas reservas de petróleo.


El empresario tradicional español comenzaba a perder pie. El sistema constitucional alumbró una singular pinza a tres que se iba cerniendo sobre el cuello de los prohombres que habían hecho fortuna en los tiempos de desarrollo industrial franquista. Uno de esos dedos monstruosos que rodeaban el cuello de los “self made man” españoles era el terrorismo. En España el más activo era el terrorismo ETA. No había semana sin día de huelga por la causa que fuera. El terror tiene muchas caras, el miedo acogota y silencia. Las huelgas salvajes arrinconaban a los que anteriormente se consideraban caciques todopoderosos.

El otro puntal del tridente eran los sindicatos llamados de “clase” que sustituían al sindicato vertical franquista. Los sindicatos horizontales basaban su actividad obrera en el sistemático enfrentamiento con la clase dominante. Según la terminología marxista, la patronal. El patrón era el enemigo.

El sistema dialéctico exige una inacabable discusión teórica. A la tesis se le enfrenta la antítesis y surge la síntesis que de inmediato se convierte en tesis. La rueda sigue girando eternamente.

El enfrentamiento entre sindicatos, terrorismo (ambos de inspiración marxista) contra la patronal tradicional entendida por el sindicalismo marxista como una modalidad del caciquismo dio entrada al tercer elemento que acabaría y acabará por destruirnos a todos, el economista.


El empresario tradicional estaba orgulloso de lo que poseía. Observaba los enormes pabellones en que las máquinas atronaban sin descanso. Se asomaba a la ventana que desde su despacho en lo alto del edificio industrial le mostraba el desfile de los miles de trabajadores a toque de sirena y se ufanaba arrogante de las miles de personas a las que él daba de comer. En su fuero interno el empresario industrial se consideraba una persona caritativa y bienhechora de la humanidad, miles de obreros y sus familias dependían de él. El valor estaba en lo sólido, lo existente y apreciable a simple vista, máquinas, construcciones, trabajadores, etc.

A esta visión del mundo económico el sindicato marxista oponía el calificativo de “paternalista”. El odio era feroz. Según el mundo marxista el culpable del malvivir obrero era indudablemente del empresario.


Las huelgas, los secuestros, las subidas salariales, la irrupción de terceros países en el anterior protegido espacio económico español (aranceles) aceleró la inevitable toma de decisiones.


Según los voceros del liberalismo económico había que competir. Había que derribar fronteras para que el sistema liberal competitivo nos pusiese en el grupo de las economías más pujantes del mundo. La pregunta era obvia. ¿no estábamos ya en ese grupo?, ¿no éramos la décima potencia económica e industrial? ¿no era aplicable el conocido principio de que si algo va bien es mejor no tocarlo?


Pues no. El nuevo régimen juancarlista exigía el amoldamiento a los sistemas democráticos tan exitosos en Inglaterra, Francia, Alemania… y la democracia española exigía también el respeto a las minorías, a las angustias existenciales de los hechos diferenciales… y sobre esta cuestión, la realidad inaceptable era que en la España de aquellos tiempos había un solo sistema legal en todo el territorio nacional, un solo idioma que hablaban todos los ciudadanos, un solo y laxo sistema impositivo, un solo sistema de salud nacional, un solo sistema educativo que en su conjunto respondía a una de las máximas economicistas que se fueron imponiendo en las factorías industriales nacionales gracias a ese tercer elemento del que hemos hablado antes, los economistas.


Tan listos ellos, tan pulcros, vestidos con trajes caros, perfectamente afeitados, perfumados hasta el mareo, con manos alargadas, gráciles, blanquísimas entretenidas solo en la engalanada firma con pluma o bolígrafo de diseño y atareadas en la pulsión, pulsación repetida de las teclas de máquinas cada vez más complicadas. Estos economistas como digo proponían en las empresas las llamadas economías de escala. La centralización de decisiones de compra y venta que otorgarían un mayor poder de negociación y consecuentemente la adquisición de los que ellos, tan “anglófilos” llamaban “inputs” a precios más baratos para luego obtener un mayor beneficio con los también llamados “outputs”, no en vano habían estudiado en universidades catalanas o madrileñas de reputada sumisión a los principios económicos de la anglosfera.


Toda esta lógica económica que acabó con la industria nacional, pero que a pesar de todo era lógica, en el caso del ordenamiento político del Estado español se despreciaba y de la economía de escala se pasaba a la economía del despilfarro con el alumbramiento de nada menos que 17 miniestados con todo lo que de parafernalia teatral conlleva. Los hechos diferenciales, esa matraca racial según la cuál un vasco o un catalán es infinitamente más guapo, más fuerte, más inteligente solo por no ser o sentirse español, tenía un precio. Léase impuestos, tasas, multas, vigilancia, más impuestos. Si compras IVA, si vendes IVA, si compras piso, impuesto por comprar, si vendes piso impuesto por vender, si te mueves impuesto por moverte, si no te mueves impuesto por no moverte. Si fumas impuesto por fumar, si no fumas impuesto por no hacerlo. Si tienes coche, guardia civil, ITV, zona azul… La España aparentemente boyante de los festivales de cine, de los arrebatos de Almodóvar “off shore”, de los enfados de Marisa Paredes, necesita “cash” y “cash” en abundancia y al precio que sea.




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