¡QUÉ ESPANTOSO ES VIVIR ¡
Viene esto a cuento de aquella maravillosa película de la
que muchos nos enamoramos cuando éramos…, (han pasado ya tantos años) jóvenes.
¡Qué bello es vivir! Historia de un hombre bueno, hijo de unos padres
maravillosos cuya ambición era ir a la universidad, viajar durante unos años y
quizá luego, volver con su familia. Un hombre que se enamora de una
extraordinaria mujer con la que se casa, funda un hogar, tiene hijos (qué cosas
tan raras vistas hoy en día). Un tipo que renuncia a sus sueños porque su hermano se
ha adelantado y él, como buen hijo, tiene que ayudar a sus padres. También se
debe a los vecinos, a la institución financiera que regenta la familia y que ha
posibilitado viviendas adecuadas a muchos de ellos.
Pero el mal acecha. La
envidia o la simple codicia de quien teniéndolo todo, quiere mucho más. El mal
toma forma de hombre resentido, anclado a una silla de ruedas, inválido
pavoroso que no necesita dinero, ya lo tiene, pero desea algo más, algo de un
valor mucho más alto. Desea apropiarse de la felicidad ajena, de la bondad de
los otros, de la solidaridad de todo un pueblo, desea arrebatar a sus vecinos
lo único que tienen y lo único que él, a pesar de todo, nunca podrá tener.
Llamémoslo amor, o felicidad, o solidaridad, o simplemente amistad y alegría de
compartir eso que llamamos vida.
El mal aprovecha un descuido, un error del tío de nuestro
buen hombre y desencadena con gran satisfacción personal, la tragedia. La vida
de nuestro protagonista se vuelve oscura, terrible. Solo ve una salida. La gran huida, la gran evasión, la gran tentación.
El suicidio. Pero como digo es una vieja película. Todavía suenan villancicos
en navidad, todavía las familias se reúnen y comparten alegrías e historias
personales. Todavía en los pueblos las gentes se apresuran en busca de regalos
para los niños. Se escuchan canciones de amor y reconocimiento, tintinean
cascabeles. Todavía se cree que hace más de dos mil años un niño extraordinario
nació en Belén. También, por entonces, se creía que existían ángeles y
precisamente uno de estos ángeles es enviado para ayudar a nuestro amigo. El
enviado le muestra lo que hubiera ocurrido en el pueblo si él no hubiera
existido.
Sin nuestro protagonista no hubiera nacido todo se vuelve
oscuro, triste, el pueblo entero se convierte en algo parecido a un barrio degradado de cualquiera de nuestras ciudades. Delincuencia,
violencia, prostitución, odio, infelicidad. Y nuestro buen hombre, entonces,
animado por el ángel vuelve apesadumbrado a casa. Y allí, su mujer, sus hijos, sus vecinos
le ayudan, le entregan el dinero que necesita para salvarse él y su familia, y
el temporal, la tormenta que amenazaba con destruirle, la maldad rencorosa y
envidiosa se ve obligada a retroceder.
Mucha gente se emocionaba, algunos y algunas lloraban en el
cine al finalizar la película. Los buenos sentimientos, eso que ahora se
denomina buen karma, inundaban a los espectadores y todos seguían sentados al
finalizar la proyección intentando contener las lágrimas que pugnaban por
salir.
Pero poco tiempo después, como si el malvado de la silla de
ruedas hubiera pronunciado alguna convincente conferencia acerca del film,
comenzaron a circular las críticas de los que siempre ven las cosas por el lado
malo.
Película falsa y manipuladora. Mermelada para consumo de
mentes simples incapaces de ver las injusticias que existen en el mundo. Droga
adormecedora en forma de una historia inverosímil para evitar la rebelión
necesaria.
Todo ello aderezado además con títulos universitarios, barbas
presuntamente intelectuales, libros enormes colgados de la mano, como si fueran
cofres llenos de sabiduría que estaba solo al alcance de los elegidos. Sonrisas
displicentes: «es lógico que mentes simples, adormecidas por la religión y las
falsas creencias no vean más allá de lo que se les quiere mostrar, pero para
eso estamos nosotros, los intelectuales de la nueva religión, de la auténtica
verdad».
La verdad, la nueva verdad es que todo es mentira. El niño
que nació en Belén era como todos nosotros, en todo caso un líder
revolucionario, no alguien divino. No hace falta, como es fácil deducir, sobra todo lo que con ese
acontecimiento se relaciona. No suenan campanas en navidad, no se cantan
villancicos, las familias no deben reunirse para celebrar nada y si lo hacen es
solo para una cena familiar sin otro significado. No se deben adornar las
calles con motivos ni siquiera lejanamente religiosos. Los regalos a los niños
se pueden entregar a lo largo del año, etc.
Además, debe sustituirse esa fiesta por otra mucho más
agradable. La noche de los monstruos, “Hallowen”, parece que la llaman. Muertos
vivientes, vampiros, brujas, hombres lobo, caníbales y magos deambulando
por las calles y el truco o trato. Algo así como la costumbre que ya se va
perdiendo de que los niños cantaran por las puertas del vecindario y se les
diera algún dinero o regalo a cambio. Todo parecido, pero siniestramente
diferente.
Tampoco se harán ya películas como la que comentamos. Ahora
todo son “zombies”, putrefactos cadáveres ambulantes de los que no hay huida
posible, vampiros sofisticados y brujas bondadosas.
Y los protagonistas de las películas ya no son, ni por asomo, hombres
y mujeres normales que quieren construir algo juntos, que quieren crear una
familia a la que amar y de la que recibir amor y comprensión. Ahora todos y todas
son terribles luchadores de artes marciales, infalibles tiradores de pistola,
fusil, desactivadotes expertos de bombas nucleares. Extraordinarios esgrimistas
de espadas, palos y cualquier otra arma que se nos pueda ocurrir. Formidables
asesinos los buenos, y algo menos eficaces los malos. Los primeros salvan el
mundo, los segundos quieren destruirlo. Los primeros, hombres y mujeres unidos
en la tremenda aventura de garantizar el bienestar de toda la humanidad, hacia
el final de la película se dan un beso e incluso pueden echar un superpolvo trufado de inacabables orgasmos. ¡Qué impresionantes somos! ¡Qué buenos estamos!
Todo increíble, insoportable por mentiroso. Pero los
intelectuales de guardia, los que nos advertían de la falsedad subyacente en
¡Qué bello es vivir!, han desaparecido. Parecen estar, haber estado siempre, al
servicio del viejo de la silla.
Y lo que antes era ¡Qué bello es vivir! Ahora es ¡Qué
terrible es vivir! Y una exitosa, bellísima, jovencísima mujer. Una
“influencer” de las redes sociales, de pronto se quita la vida para pasmo del
universo digital. Y un matrimonio español. Un buen hombre y una buena mujer que
tenían a su cargo cinco hijos, vete a saber por qué, acaban también dejando
este mundo incapaces de soportar el peso de la mentira, de la hipocresía, de la
falsa solidaridad capaz de recolectar miles de firmas para salvar el conejo
verde del Amazonas, o rescatar una tribu perdida en Oceanía, o solidarizarse
con las desventuras de los atrapados por la hipoteca, todo ello muy loable, pero incapaces de
acercarse a unos vecinos, sentarse al lado y hablar sobre lo importante, lo
impagable, lo extraordinariamente valioso que es un simple abrazo. Y no me
refiero a los que vivían al lado de esta pareja. Me refiero a todos nosotros.
Y es que una vez muerto el niño de Belén, solo nos queda el
viejo de la silla.
¡QUÉ ESPANTOSO ES VIVIR ¡
Viene esto a cuento de aquella maravillosa película de la
que muchos nos enamoramos cuando éramos…, (han pasado ya tantos años) jóvenes.
¡Qué bello es vivir! Historia de un hombre bueno, hijo de unos padres
maravillosos cuya ambición era ir a la universidad, viajar durante unos años y
quizá luego, volver con su familia. Un hombre que se enamora de una
extraordinaria mujer con la que se casa, funda un hogar, tiene hijos (qué cosas
tan raras vistas hoy). Un tipo que renuncia a sus sueños porque su hermano se
ha adelantado y él, como buen hijo, tiene que ayudar a sus padres. También se
debe a los vecinos, a la institución financiera que regenta su familia y que ha
posibilitado viviendas adecuadas a muchos de ellos. Pero el mal acecha. La
envidia o la simple codicia de quien teniéndolo todo, quiere mucho más. El mal
toma forma de hombre resentido, anclado a una silla de ruedas, inválido
pavoroso que no necesita dinero, ya lo tiene, pero desea algo más, algo de un
valor mucho más alto. Desea apropiarse de la felicidad ajena, de la bondad de
los otros, de la solidaridad de todo un pueblo, desea arrebatar a sus vecinos
lo único que tienen y lo único que él, a pesar de todo, nunca podrá tener.
Llamémoslo amor, o felicidad, o solidaridad, o simplemente amistad y alegría de
compartir eso que llamamos vida.
El mal aprovecha un descuido, un error del tío de nuestro
buen hombre y desencadena con gran satisfacción personal, la tragedia. La vida
de nuestro protagonista se vuelve oscura, terrible, insoportable de un momento
a otro. Solo ve una salida. La gran huida, la gran evasión, la gran tentación.
El suicidio. Pero como digo es una vieja película. Todavía suenan villancicos
en navidad, todavía las familias se reúnen y comparten alegrías e historias
personales. Todavía en los pueblos las gentes se apresuran en busca de regalos
para los niños. Se escuchan canciones de amor y reconocimiento, tintinean
cascabeles. Todavía se cree que hace más de dos mil años un niño extraordinario
nació en Belén. También, por entonces, se creía que existían ángeles y
precisamente uno de estos ángeles es enviado para ayudar a nuestro amigo. El
enviado le muestra lo que hubiera ocurrido en el pueblo si él no hubiera
existido.
Todo se vuelve
oscuro, triste, el pueblo entero se convierte en algo parecido a lo que ahora
vemos en un barrio degradado de cualquiera de nuestras ciudades. Delincuencia,
violencia, prostitución, odio, infelicidad. Y nuestro buen hombre, entonces,
animado por el ángel vuelve apesadumbrado a casa. Y allí, su mujer, sus hijos, sus vecinos
le ayudan, le entregan el dinero que necesita para salvarse él y su familia, y
el temporal, la tormenta que amenazaba con destruirle, la maldad rencorosa y
envidiosa se ve obligada a retroceder.
Mucha gente se emocionaba, algunos y algunas lloraban en el
cine al finalizar la película. Los buenos sentimientos, eso que ahora se
denomina buen karma, inundaban a los espectadores y todos seguían sentados al
finalizar la proyección intentando disimular las lágrimas que pugnaban por
salir.
Pero poco tiempo después, como si el malvado de la silla de
ruedas hubiera pronunciado alguna convincente conferencia acerca del film,
comenzaron a circular las críticas de los que siempre ven las cosas por el lado
malo.
Película falsa y manipuladora. Mermelada para consumo de
mentes simples incapaces de ver las injusticias que existen en el mundo. Droga
adormecedora en forma de una historia inverosímil para evitar la rebelión
necesaria. Todo ello aderezado además con títulos universitarios, barbas
presuntamente intelectuales, libros enormes colgados de la mano, como si fueran
cofres llenos de sabiduría que estaba solo al alcance de los elegidos. Sonrisas
displicentes: «es lógico que mentes simples, adormecidas por la religión y las
falsas creencias no vean más allá de lo que se les quiere mostrar, pero para
eso estamos nosotros, los intelectuales de la nueva religión de la auténtica
verdad».
La verdad, la nueva verdad es que todo es mentira. El niño
que nació en Belén era como todos nosotros, en todo caso un líder
revolucionario, no alguien divino. No hace falta, sobra todo lo que con ese
acontecimiento se relaciona. No suenan campanas en navidad, no se cantan
villancicos, las familias no deben reunirse para celebrar nada y si lo hacen es
solo para una cena familiar sin otro significado. No se deben adornar las
calles con motivos ni siquiera lejanamente religiosos. Los regalos a los niños
se pueden entregar a lo largo del año, etc.
Además, debe sustituirse esa fiesta por otra mucho más
agradable. La noche de los monstruos, “Hallowen”, parece que le llaman. Muertos
vivientes, vampiros, brujas, hombres lobo, caníbales, brujas y magos deambulando
por las calles y el truco o trato. Algo así como la costumbre que ya se va
perdiendo de que los niños cantaran por las puertas del vecindario y se les
diera algún dinero o regalo a cambio. Todo parecido, pero siniestramente
diferente.
Tampoco se harán ya películas como la que comentamos. Ahora
todo son “zombies”, putrefactos cadáveres ambulantes de los que no hay huida
posible. Y los protagonistas de las películas ya no son, ni por asomo, hombres
y mujeres normales que quieren construir algo juntos, que quieren crear una
familia a la que amar y de la que recibir amor y comprensión. Ahora todos y todas
son terribles luchadores de artes marciales, infalibles tiradores de pistola,
fusil, desactivadotes expertos de bombas nucleares. Extraordinarios esgrimistas
de espadas, palos y cualquier otra arma que se nos pueda ocurrir. Formidables
asesinos los buenos, y algo menos eficaces los malos. Los primeros salvan el
mundo, los segundos quieren destruirlo. Los primeros, hombres y mujeres unidos
en la tremenda aventura de garantizar el bienestar de toda la humanidad, hacia
el final de la película se dan un beso e incluso pueden echar un superpolvo
orgásmico. ¡Qué impresionantes somos! ¡Qué buenos estamos!
Todo increíble, insoportable por mentiroso. Pero los
intelectuales de guardia, los que nos advertían de la falsedad subyacente en
¡Qué bello es vivir!, han desaparecido. Parecen estar, haber estado siempre, al
servicio del viejo de la silla.
Y lo que antes era ¡Qué bello es vivir! Ahora es ¡Qué
terrible es vivir! Y una exitosa, bellísima, jovencísima mujer. Una
“influencer” de las redes sociales, de pronto se quita la vida para pasmo del
universo digital. Y un matrimonio español. Un buen hombre y una buena mujer que
tenían a su cargo cinco hijos, vete a saber por qué, acaban también dejando
este mundo incapaces de soportar el peso de la mentira, de la hipocresía, de la
falsa solidaridad capaz de recolectar miles de firmas para salvar el conejo
verde del Amazonas, o rescatar una tribu perdida en Oceanía, o solidarizarse
con las desventuras de los atrapados por la hipoteca, pero incapaces de
acercarse a unos vecinos, sentarse al lado y hablar sobre lo importante, lo
impagable, lo extraordinariamente valioso que es un simple abrazo. Y no me
refiero a los que vivían al lado de esta pareja. Me refiero a todos nosotros.
Y es que una vez muerto el niño de Belén, solo nos queda el
viejo de la silla.
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