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miércoles, 20 de junio de 2018

NECESARIA Y QUIMÉRICA RECUPERACIÓN DE LA INDUSTRIA NACIONAL

Lluvia mortal
Viajeros del tren nocturno















En el post anterior veíamos que la proporción de la producción industrial en el PIB español había pasado de un 36% en el año 1975 a un 15% en el momento actual y con tendencia a empeorar esta estadística. ¿Cuál fue la causa del deterioro industrial?

En mi opinión y desde la perspectiva actual en los años 70 se produjo un aumento repentino y desaforado de los precios del petróleo, aumento que algunos atribuyen a los manejos económicos de Estados Unidos (dolarización del petróleo) en los que el conocido intrigante Heny Kissinger tuvo bastante que ver. Como anécdota, recuerdo a un antiguo empresario para el que trabajé que totalmente furioso por la subida de la gasolina a 13 pesetas el litro juró delante de toda la plantilla que se desharía del coche de su propiedad (un SEAT 124) en el momento en que el litro de gasolina alcanzara las 17 pesetas cosa que ocurrió a la semana siguiente; 17 pesetas equivalen a diez céntimos de euro aproximadamente.



De repente cambiaron las reglas del juego. La producción en serie que había sido la principal fuerza motora del desarrollo industrial de occidente en la posguerra se basaba en coste mínimo de las materias primas, lo que permitía ofrecer salarios más elevados a una mano de obra masiva y cada vez más especializada. En España la crisis desatada por el aumento del precio del petróleo coincidió además con la transición política lo que hizo todo el proceso bastante más complicado y dio lugar a la destrucción sistemática del tejido industrial español.

Era evidente el anquilosamiento del sistema vigente en la industria nacional y era necesario adaptarse a los nuevos requerimientos económicos tal como hicieron algunos otros países en Europa, fundamentalmente Alemania. La industria española estaba en aquel momento sobredimensionada por lo que se refiere al número de trabajadores además de atrasada en tecnología y procesos de producción. Muchas fábricas, algunas de las más importantes dependían del INI, funcionaban como auténticos ministerios públicos en orden a los sistemas internos de gestión de forma que se imponía en muchos casos la contratación innecesaria de trabajadores por medio de influencias y clientelismo lo que llevaba a un exceso de plantilla que se había podido sostener hasta ese momento gracias al coste de materias primas y de la energía procedente del petróleo que las fábricas necesitaban para producir.

Por otro lado, el régimen anterior había optado por la potenciación de la industria nacional a través del INI, instituto nacional de industria que fomentaba y sostenía empresas fabriles a través de la intervención pública de las mismas si fuera necesario.

El nuevo marco de relaciones internacionales que supuso para España el paso de una dictadura a una democracia homologada con los países del entorno requirió de inmediato la adopción de una política de apertura del mercado español a productos foráneos lo que supuso una dificultad añadida para las empresas, hasta entonces protegidas por aranceles, que dejaron de aplicarse en cuanto España consiguió ser aceptada como candidata al ingreso en la comunidad europea de aquel momento.

En una primera aproximación parece que la política industrial que debió aplicarse hubiera sido la de modernizar las industrias subsistentes al precio que fuera, adaptando las plantillas y exigiendo el aumento de productividad que los nuevos tiempos requerían. Sin embargo acabó optándose por la demolición más o menos controlada de toda la industria fabril con sello nacional, destruyendo la mayor parte del tejido industrial de forma que las únicas fábricas realmente productivas e importantes capaces de requerir mano de obra abundante han acabado siendo todas ellas extranjeras. Véase el listado de fábricas de automóviles en España y la reveladora absorción de SEAT por la todopoderosa Volswagen alemana. Lo mismo en la producción de camiones; las marcas españolas Pegaso y Barreiros han acabado sucumbiendo en manos de empresas y decisiones foráneas. En el capítulo de motocicletas en la que despuntaban algunas marcas casi todas ellas catalanas han acabado desapareciendo y pasando a formar parte de empresas extranjeras principalmente japonesas. La industria auxiliar del automóvil ha sufrido el mismo destino, la conocida marca Bellota de herramienta agrícola y estampación de acero para la producción automovilística, última de las que todavía estaba en manos de capital español es ya una empresa canadiense. Por lo que se refiere a la otra gran apuesta de las cooperativas entre las que destacaba Fagor es conocido que ha acabado desapareciendo del mapa español como empresa competitiva. No queda apenas nada de capital español más allá de Talgo y Caf en el sector del ferrocarril muy beneficiado por las políticas de apoyo al AVE en varios países que antes que tarde pasarán también a formar parte de algún conglomerado económico extranjero. La construcción naval española, una industria muy potente en aquellos años, también ha desaparecido.

Además de los factores externos que hemos reseñado, la destrucción de la industria española contó con la inestimable colaboración de dos actores que irrumpieron con fuerza durante la transición y primeros años del régimen del 78  en la escena de la gestión económica. Por un lado los economistas que acabaron adueñándose de la dirección de las empresas y por otro los sindicatos llamados horizontales o de clase. Estos últimos bebían y siguen haciéndolo en las teorías marxistas según las cuales la historia de la humanidad se resume en la lucha de clases. En aquel momento las clases en conflicto se reducían según el imaginario intelectual marxista a la burguesía industrial por un lado y la clase trabajadora por otro. En definitiva el empresario era el enemigo a batir. Los sindicatos que se impusieron entre los trabajadores consideraban al industrial convencional como un enemigo de clase, explotador y delincuente (de ahí deriva la actual histeria por la corrupción, siempre que afecte a la derecha que se relaciona inconscientemente con la clase empresarial explotadora) si no de derecho, si de hecho. Los conflictos en las fábricas fueron en aumento y las exigencias de incremento salarial iguales y superiores al IPC acabaron haciéndose insoportables por la estructura económica de las empresas españolas lo que llevó a entregar la dirección de las mismas a los economistas.

Ambos grupos, los nuevos directivos y los sindicatos marxistas se entendieron desde el principio. El resultado fue el traslado del capital industrial español (maquinaria, procesos e inteligencia acumulada en el tiempo) a países en vías de desarrollo y la liquidación de mano de obra nacional mediante recursos legales de regulación de empleo subvencionados por el presupuesto público que acabaron reconduciendo la mano de obra poco cualificada española a la especialización en trabajos de albañilería y de camarero. En el momento actual solo camareros, guardas de seguridad privados y mensajeros.

No sería especialmente pernicioso este proceso si no fuera porque estos trabajos que se ofrecen relacionados con el sector servicios pueden considerarse realmente en muchos casos como subempleos escasamente remunerados. El prolijo sistema legal laboral español ha acabado por admitir el trabajo nocturno, el trabajo en festivos, el trabajo a turnos criminales, sin más derechos que una aparente más que efectiva limitación de horarios a las famosas cuarenta horas semanales que pueden distribuirse en última instancia tal como al empleador le parezca.

Por el contrario el sistema de empleo industrial que se basaba en la producción intensiva de productos almacenables permitía organizar el proceso fabril de forma que se trabajaba en días laborables, preferentemente de día y con fiestas garantizadas los fines de semana lo que contribuía al fomento de una vida familiar más ordenada que la actual. No obstante soy consciente de que esta última afirmación puede resultar escandalosa en estos tiempos de devoción casi religiosa a cualquier forma de destrucción social y familiar.

La exigencia sindical de eliminar las horas extras en las fábricas (las famosas 35 horas semanales que todavía se piden por parte de los sindicatos bajo el falsario lema de trabajar menos para trabajar más fueron un auténtico fracaso en Francia) supuso para las empresas un problema adicional puesto que se veían obligadas a contratar nuevos trabajadores sin experiencia por períodos concretos cuyo coste administrativo era prohibitivo. Las horas extras habían posibilitado hasta ese momento que la producción se adaptara fácilmente a la demanda estacional o puntual del producto. A partir de la sujeción de las horas extra a una normativa estricta y gravosísima de soportar el resultado efectivo fue la eliminación de las mismas y consecuentemente, no la contratación de nuevos trabajadores como quiméricamente predicaban los sindicatos, sino la inversión en tecnología y el traslado de la producción a otros países donde la mano de obra fuera más flexible y desde luego mucho más barata.

Se perdía por tanto un porcentaje altísimo de empleo industrial y se enviaba la población activa española en un primer momento al paro y a corto y medio plazo a la construcción y al sector servicios. La construcción colapsó durante la crisis hipotecaria y solo queda la contratación de camareros en un país que va paso de convertirse en algo parecido a Las Vegas de la Unión Europea con lo que eso significa. Juego, sexo, drogas y prostitución. Véase Magaluf y similares. Adicciones todas ellas que conducirán inevitablemente a un aumento de la delincuencia.

La recuperación industrial permitiría ofrecer empleo de calidad a los jóvenes que desean trabajar y a los que no se les permite y también ocupar en trabajos de calidad a la creciente ola de inmigración que es inasumible en las actuales circunstancias. El empleo industrial pasa por la flexibilidad en el apartado salarial y de disposición al trabajo. Un salario mensual comedido y la posibilidad de complementarlo voluntariamente con horas extras, permitiría que muchos de nuestros jóvenes pudieran tener un futuro que en todo caso dependería de la voluntad de trabajo y del derecho a trabajar que tanto se predica y que tan poco se permite.

La realidad del entramado legal español es que, en el fondo, el trabajo se persigue y se restringe por las enormes cargas procedimentales y fiscales que conlleva. Un trabajador autónomo tiene casi el mismo número y complicación de formularios y obligaciones fiscales y laborales que resolver que una pequeña SA sin que en ningún caso pueda disponer de las ventajas de la dicha SA, como estamos viendo recientemente en el caso de Maxim Huerta y otros autónomos que intentaron rebajar algo de la tremenda presión fiscal que sufre el trabajo personal y la persona física en España.

Naturalmente esto es predicar en el desierto. La izquierda ideológica que ya se ha adueñado del país a través de los medios de comunicación, periódicos, radio, televisión y cine, es decir la izquierda que decide el irreversible camino de progreso que debemos seguir entiende que el empresario tradicional es poco menos que un criminal. Pueden repasarse las hemerotecas y ver al respecto los insultos y ataques a los pocos emprendedores españoles que destacan en al panorama económico mundial. Amancio Ortega, Juan Rosell, etc. Hay en al izquierda un gran componente de resabio, odio, resentimiento antiempresarial que en el fondo surge de la envidia hacia el triunfador que lleva a nuestros jóvenes a la necesidad de emigrar a otros países o a la terrible ansiedad de competir en las oposiciones al empleo público. Eso sí, una vez conseguida plaza de funcionario, el empleo es vitalicio, con buen horario de trabajo, enorme cantidad de derechos y comparativamente con lo que ofrece el empleo privado, bien pagado. La duda es si semejante estructura económica en un país como España es sostenible a medio y largo plazo.

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