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sábado, 28 de diciembre de 2019

IMPERIOFOBIA. PÉREZ REVERTE CONTRA ROCA BAREA

Viajeros del tren nocturno
Lluvia mortal














Hay algo que chirría desde hace muchas décadas en el conocimiento de la historia de España. Dos hechos puntuales nos sorprendieron a lo largo del tiempo reciente, sin que en el momento concreto la mayoría de los españoles supiéramos exactamente por qué. En el año 1992 se organizaron en todo el mundo festejos para recordar el lejano 1492. El año  en que, eso creíamos al menos, España descubrió América. El famoso «Quinto Centenario».
No entraremos ahora en la discusión acerca del origen de Cristóbal Colón. La expedición fue española, organizada y financiada por los Reyes Católicos y, conforme a las creencias de la época, las tierras descubiertas pasaron a formar parte de la corona española.

Pero la celebración de 1992 tuvo en España un componente especial. El sentimiento de culpa. Los socialistas al mando de la nación, siempre muy atentos al significado de las palabras, además de expertos en lemas y consignas, cambiaron «conquista» por «encuentro». De inmediato los intelectuales patrios, todos de ideología socialista, matizaron el supuesto encuentro entre culturas por el término «encontronazo». En definitiva los españoles quedamos con la sensación agridulce de haber sido protagonistas de un pecado histórico imperdonable.

Por el contrario, en otras partes del mundo, singularmente en los Estados Unidos, hubo grandes conmemoraciones en las que participaron y se apropiaron de la gesta histórica, sobre todo, italianos y alemanes.

El segundo hecho puntual que me lleva a escribir este artículo se produjo cuando con gran publicidad de nuestros medios, Henry Kamen, supuesto historiador hispanista, dio a luz un panfleto antiespañol. Imperio. Ese era el título, y junto con el prometedor preámbulo a modo de presentación invitaban a la lectura de lo que a primera vista parecía un análisis objetivo de la peculiar historia de España en América.
El prólogo era el siguiente:

«Resumen: ¿Cómo un país pequeño, poco poblado y aislado del resto de Europa logró convertirse en la primera superpotencia a escala mundial?. En este libro se recrea la deslumbrante trayectoria de la España imperial: la conquista de Granada, el primer viaje de Colón a América en 1492 y la expansión por Europa, Asia, África y el Caribe, hasta alcanzar los terrirotios de Texas y California, ya en el siglo XVIII. A partir de los relatos de quienes fueron testigos directos de estos logros, Kamen traza con mano maestra un complejo panorama en el que las luces contrastan con las sombras».

Nada más comenzar la lectura el autor respondía a la pregunta anterior. Simplemente España no pudo hacerlo. Se atribuía la hazaña a lo que por entonces era la Unión Europea bajo el imperio de Carlos V.

Y la llamada conquista correspondió en gran medida a venecianos, alemanes y otros participantes, (muy pocos españoles) que tenían la condición de súbditos del emperador.
De inmediato el lector español quedaba un tanto noqueado, apesadumbrado, sumido en la depresión por la respuesta del inglés. Ahora bien, también el mismo lector español, suspiraba con alivio. De la tesis principal del libro debería deducirse en la más pura lógica que el gran pecado que se les atribuye a los españoles en América, el genocidio, quedaría igualmente repartido entre las gentes y naciones que por entonces formaban parte del imperio de Carlos V..

Para pasmo de ingenuos lectores, nada de eso ocurría. En las naves que llevaron enfermedades a América habían desaparecido alemanes, venecianos, catalanes y vascos. No había italianos, ni belgas, ni otros europeos. Solo españoles.

Viene esto a cuento del conflicto surgido con la obra de Elvira Roca Barea que, por fin, nos rescata de nuestra permanente depresión histórica y pone el acento en la realidad de la aventura americana. Miremos al norte, a los rubísimos Trump y compañía, a los enormes germanos y angolsajones que más de un siglo después de que lo hicieran los pequeños y subdesarrollados españoles desembarcaron en las costas americanas. Apreciemos las intenciones de los primeros padres peregrinos americanos por los resultados de las acciones de tan altos y espiritualmente elevados personajes y lo que trajeron después para los indígenas del norte. Pocahontas daría fe del engaño.

Reservas. En otras palabras, más o menos extensos campos de concentración en tierras de escasa utilidad para los supervivientes del ataque anglosajón y germano a los aborígenes de montañas y praderas norteamericanas. Y comparemos la peculiar y sorprendente supervivencia del elemento indígena en gran parte del norte americano, de Río Grande para abajo y en todo el sur supuestamente conquistado, esquilmado y depredado por los españoles. La evidencia es de tal magnitud que sobran comentarios.

Viene esto a cuento de la discusión en la que participa el escritor Pérez Reverte. Las novelas de Pérez Reverte me gustan en general. Sobre todo las que tienen un argumento más o menos policíaco. Entre ellas «El club Dumas. La carta esférica. El tablero de Flandes. La piel del tambor». Creo que es un narrador ágil y eficaz. Atrapa al lector desde el primer párrafo y los argumentos son sólidos y bien construidos. Pero nunca me ha gustado la serie «Alatriste».

El mismo título, el nombre mismo del protagonista es depresivo. Incide la historia, lo poco que de ellas he conseguido leer, en ese culto a la miseria consagrada de España y de lo español. Reverte se muestra en el fondo como uno más de los hispanistas ingleses. De los tantos que al servicio de su Graciosa Majestad, (algunos de ellos son espías a sueldo) han construido esa telaraña de acero que por algún motivo ha arraigado en el interior de nuestros cerebros y de la que no podemos librarnos.

España y lo español han tenido numerosos enemigos históricos y entre ellos y sobre todos ellos Inglaterra y Francia. Y ahí siguen y aquí seguimos. La dictadura franquista estuvo en todo momento controlada y España estuvo y está ahora mismo invadida por ejércitos extranjeros. Bases americanas y Gibraltar dan fe de la sumisión española al imperio anglosajón. En la transición de produce un progresivo reciclaje en cuanto a influencias extranjeras. La España democrática en la que tan a gusto se ha sentido siempre Reverte ha vuelto en gran medida a la influencia francesa. Somos un país colonizado en lo territorial y en lo educativo por anglos y franceses.

Elvira Roca viene a rescatarnos, al menos por unos momentos, de esta asfixia nacional que nos está llevando a la ruina económica y espiritual.

Reverte, por el contrario, y sus novelas parecen confirmarlo, es un afrancesado contemporáneo admirador del viejo Napoleón.

El enano francés, el primer Hitler europeo que llevó la guerra y la destrucción a un nivel superior y puso las bases y el modelo a seguir para las posteriores dos guerras mundiales.

Pero Napoléon era francés, o corso, que no sé si es lo mismo. La «grandeur» le protege y el mundo le perdona e incluso le idolatra. Napoleón es fruto amargo de eso que se ha dado en llamar la «Ilustración». Es decir la entronización de la “diosa Razón”, con las tetas al aire y a la cabeza de energúmenos sedientos de sangre, como la nueva religión del mundo.

El desarrollo industrial y tecnológico nos deslumbran como grandes milagros cuyo origen está en la Ilustración francesa, pero por debajo de todo ello parece navegar un siniestro submarino masón y satanista cuyos fulgores, (reservados para unos pocos elegidos como nos cuenta Polanski, otro satanista, en la «Novena puerta»), solo se alcanzan tras un extraño proceso de composición de juegos de cartas y acertijos macabros.

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