Repasemos la historia reciente. Años ochenta del siglo pasado.
Yuri Vladímirovich Andrópov fue sucesor de
Leonid Brezhnev, eterno secretario general del partido comunista soviético y
por consiguiente detentador de todos los cargos políticos que conformaban la
organización de la antigua URSS. A efectos
prácticos era el emperador de Rusia y los estados conquistados. Un inmenso
imperio territorial que se extendía desde Europa hasta gran parte de Asia.
Muerto Brezhnev, Andrópov
se enzarzó en una guerra no declarada contra las potencias occidentales. Sus hagiógrafos
dicen una cosa y sus detractores otra. Antes de alcanzar el poder supremo en la
URSS, desempeñó el cargo de director del KGB, ya saben ese tipo de organización
que proporciona a su jefe el material suficiente para que éste pueda amenazar
diciendo, «yo lo sé todo sobre todos».
Según unos, murió de una enfermedad
renal, según otros, al menos eso cuenta Larry Collins en su novela «Laberinto»,
fue asesinado por la mujer de un alto cargo defenestrado por el gélido
secretario general. Ya se sabe que la familia de izquierdas es tremendamente
solidaria y resentida cuando se trata de cargos y puestos de mando.
Pero antes de eso, como digo,
Reagan elevó la apuesta y comenzó a situar misiles Pershing en Europa central y
Reino Unido, las manifestaciones en contra fueron enormes, pero el presidente
norteamericano no dobló el brazo. Es más, se sacó de la manga un proyecto
colosal, el sistema antimisiles que se conoció como «Guerra de las Galaxias». La
economía centralizada de la URSS y su parco desarrollo tecnológico de última
generación no pudieron responder al envite, finalmente acabó heredando el
imperio del difunto el más pragmático Gorbachov en cuyas manos, y a su pesar, se deshizo la
URSS.
Luego se dijo que la «la Guerra
de las Galaxias» fue un timo. Una apuesta arriesgada de un jugador de póker que
tenía al descubierto todo el sistema de espionaje soviético. Dicho de otra
forma, la URSS, estaba ciega. los americanos tenían la lista « Noch» de los agentes del KGB. Ni Andrópov ni Gorbachov podían saber lo que ocurría en el otro bloque
mientras que los occidentales conocían todo lo que ocurría en el imperio de
Moscú.
Pero se trató también de una
confrontación ideológica y sobre todo religiosa. Reagan era un ferviente
creyente cristiano, se refería a la URSS como el imperio del mal. Ante alguna
manifestación que ya por aquel entonces reclamaba el aborto libre, hizo un comentario
demoledor, «veo que todos los partidarios del aborto ya han nacido». Su mejor
aliado en esta contienda anticomunista fue el Papa Juan Pablo II, conocedor del
mundo comunista y de sus debilidades. En Polonia, el sindicato católico
Solidaridad acabó sometiendo a los comunistas y desde ese momento el monolítico
bloque soviético comenzó a derrumbarse. El otro extremo del tridente lo formaba
la señora Thatcher, la dama de hierro, de acero especial sin duda, una mujer de
formas suaves y firme en su gobierno y en sus creencias. Los tres líderes
sufrieron sendos atentados que estuvieron a punto de acabar con sus vidas. Los mal
pensados, atribuyen la organización de estos intentos al anterior jefe del KGB
soviético. Por alguna curiosa casualidad, los tres líderes de occidente
sobrevivieron, mientras que Andrópov acabó sucumbiendo, bien sea a una
enfermedad, o a un disparo.
La victoria de occidente, de
los valores éticos, económicos y religiosos de occidente pareció absoluta. Acabado
el enemigo, extinta la URSS, ese conglomerado comunista del que sus entregados
apóstoles intelectuales occidentales predicaban duración eterna, todo el mundo conocido quedó
a disposición de los gestores económicos surgidos de las universidades
norteamericanas.
Éstos, desde luego, no pensaban en términos ideológicos,
éticos, morales, mucho menos, religiosos. Su única fe consistía en una derivación
a los formularios económicos del principio evolucionista que unas décadas antes
había cristalizado en el feroz nazismo. Sólo los fuertes sobreviven, sólo los
que están decididos a todo triunfan, sólo los que toman decisiones arriesgadas
podrán dirigir el mundo.
Son, por supuesto, los
gestores, los economistas que disolvieron toda la economía productiva
occidental en números contables, la convirtieron en líquido transportable a
bordo de cargueros enormes con los que trasladaron el patrimonio que pertenecía
a sociedades, a naciones enteras a otros países, «China», singularmente que
estaba dispuesta a poner sus ciudadanos, felices habitantes del paraíso
comunista a disposición de los teóricos de la libertad total, recuperando los
principios fundamentales de los economistas clásicos, entre ellos, el
principal. «La ley de bronce de los salarios», enunciada por un judío
británico, David Ricardo, según la cual sólo se debe pagar a un trabajador el
salario necesario para que sobreviva junto a su esposa y se reproduzca en el
número de hijos suficiente para asegurar el relevo, una vez que el trabajador y
su mujer se vean incapaces a responder a lo que de ellos esperaba el lobo
feroz, Ricardo.
Occidente pues, una vez vencido
el enemigo secular, se ve inerme ante la traición de que está siendo objeto. Los
modernos gestores que se justifican en el triunfo del liberalismo frente a la
intervención estatal en materia económica, roban los, según la terminología comunista,
«medios de producción», los trasladan a países en los que abunda la miseria, el
hambre, y en los cuales las tasas de reproducción humana son salvajes. A cambio,
se quedan con la comisión.
Y aquí estamos, los orgullosos
habitantes de Europa y Estados Unidos, el noventa por ciento de los
trabajadores asalariados, peor pagados que hace cincuenta años, eso los que
trabajan. Todos con empleos miserables,
sin horarios, sin seguridad, sin protección y al mismo tiempo encantados,
sentados frente al televisor viendo las broncas que organiza entre famosos de más
o menos, menos de lo que parece, importancia.
Los gestores organizan
periódicas campañas de diversión y disimulo. Las llaman de concienciación y piden dinero para los
niños malnutridos de África. Para las úlceras sangrantes. Para escuelas bajo
las sombras de las acacias africanas, o de la tupida floresta amazónica. ¿Cómo
negarse?, pobres niños, pobre gente que se muere de hambre. Mientras, ellos,
los gestores, despiden gente, se apropian de empresas que no les pertenecen,
prestan dinero que no tienen, gobiernan al amparo de presupuestos legales que
se sostienen en préstamos que ya se pagarán. Nos han sumergido en una
monstruosa deuda perpetua, nos han quitado nuestros trabajos, nuestros pisos y
ahora se preparan a quitarnos lo que nuestros pobres viejos acumularon durante
toda una vida de trabajo. Suben impuestos, tasas, multas, inventan ITVs,
renovaciones de carnet cada mes. Sería absolutamente insoportable, si no fuera por
la televisión y su eficacia anestesiante,
hipnotizante.
Todos callados, asustados, inermes, silenciosos ante la
avalancha.
La guerra ya ha comenzado, el
enemigo está dentro, su naturaleza escurridiza y animal le hace prácticamente
indetectable. Ettore Tedeschi le ha identificado. Dice que es un ancestral adversario de los
cristianos, de occidente por tanto, dice también claramente su nombre, el
nombre en cuya virtud se perpetra el asalto, el expolio, el ataque
inmisericorde a los ciudadanos de occidente. Dice que es la Gnosis. La Gnosis
está ganando la gran batalla. En el próximo post hablaré de ello.
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