Todo comenzó a mediados de los
años setenta. Hasta ese momento el progreso social de las naciones occidentales
se basaba en dos elementos, inputs dirían los economistas, fundamentales.
Materias primas, singularmente el petróleo, baratas y mano de obra abundante.
Las convulsiones en oriente
medio. Guerras árabe israelíes, dieron lugar a los primeros intentos de los
países productores para incrementar sus ingresos con el fin de poder hacer
frente, primero a la superioridad tecnológica y económica de la nación israelí
y segundo como medio de responder al apoyo occidental a la nación judía.
El sistema económico que como he
dicho antes sostenía el progreso social en occidente podríamos denominarlo como
“sistema de economía productiva”, es decir, tangible. Los denominados activos,
eran pabellones repletos de máquinas, almacenes a rebosar de productos,
empresas con miles de empleados. El desafío árabe destruyó una de las bases del
sistema. Se acababa el petróleo barato. La constitución de la OPEP elevó los
precios progresivamente. De hecho la OPEP era un monopolio que detentaba la
casi totalidad de la producción y distribución del petróleo.
Sin energía barata, sólo quedaba
un factor que podía equilibrar la ecuación anterior que garantizaba las
extraordinarias ganancias económicas de las élites. El factor trabajo, es
decir, la mano de obra occidental debía rebajar su cuota de participación en
los beneficios empresariales. Había que conseguir abaratar los costes
laborales. En un primer momento, la estrategia fue la automatización
productiva, donde antes había mil trabajadores en una línea de montaje de
vehículos ahora, después de una cuantiosa inversión, habría mil robots que
harían algo parecido y en general de mejor calidad.
La robotización fue típica de las
factorías japonesas que irrumpieron en el mercado mundial poniendo contra las
cuerdas a las fábricas occidentales.
Made in Japan pasó a ser sinónimo de producto de calidad y precio
ajustado.
La respuesta de occidente fue, en
un primer momento, imitar los métodos japoneses, pero las nuevas inteligencias
universitarias ya estaban preparando una solución simple y absolutamente clásica, pero
que debía de presentarse como revolucionaria para garantizar el éxito en el
medio y en el largo plazo.
Se volvió a incidir en la
necesidad de moderación salarial. La oposición sindical, por supuesto, hacía
imposible una rebaja sustancial en las retribuciones, pero como digo, si bien
la finalidad seguía siendo la misma, la estrategia que se adoptó para
conseguirla fue, todo hay que decirlo de una inteligencia retorcida y malvada.
Las ideas que la hicieron posible
se incubaban ya en las selectas universidades norteamericanas. Los gestores que
luego llevaron a cabo el trabajo de rebajar los salarios occidentales hasta la
miseria actual, eran los cerebros privilegiados que estudiaban en Harvard, en
Yale y en prestigiosísimas instituciones similares y que una vez licenciados y doctorados se
hicieron cargo de la tarea que las élites dirigentes, (no debe entenderse que
con esta expresión me refiero a personas o grupos de personas concretos, idea
típica que subyace en las teorías conspiranoicas, sino que se trata de las
ideas dominantes que surgen en un momento determinado y que con el paso del
tiempo van siendo asumidas por grupos de personas muy influyentes para a través
de esos nuevos paradigmas de interpretación del mundo, hacer su fortuna o
incrementar la que ya tienen), digo que la tarea que estas élites dirigentes,
entes abstractos de pensamiento más bien, encargan a sus nuevos empleados, es
la de abaratar como sea el coste del factor trabajo.
Se volvía así a la enunciación
conocida del sistema económico de mercado. Entre sus clásicos teóricos, David
Ricardo, expuso en su momento la denominada "ley de bronce delos salarios". Según
esta propuesta, el salario que debía recibir un trabajador era el necesario
para la supervivencia mínima de él y su
mujer y además asegurar la tasa de reproducción, es decir la que consistía en
que cada pareja tuviera dos hijos para en el futuro pudieran sustituir a sus
padres, en la fábrica como productores y en la familia como reproductores.
Posteriormente Marx explicó
el concepto de masa de reserva del
sistema, refiriéndose a lo que él denominaba el lumpenproletariado. La
existencia de este lumpen, aseguraba la docilidad de los trabajadores
empleados, puesto que si exigían mejoras en sus condiciones de trabajo y
salariales, es decir, si se obstinaban en saltarse la que hemos denominado “ley de
bronce”, siempre podían ser sustituidos
por esa inmensa masa de desgraciados que en los primeros años del capitalismo
salvaje poblaban los países industrializados.
Tres, pues, van a ser los actores
que van a tener importancia en la función teatral que ya empezaba a interpretarse
y que siempre ha tenido un único objetivo, conducir a la ruina económica y
personal a los ciudadanos de occidente, a saber, economistas o ejecutivos,
sindicalistas y lumpenproletariado.
Lo dejaré para un próximo post.
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