La crisis del ébola ha venido a confirmar algo que los que ya tenemos unos, bastantes, incluso muchos años, ya intuíamos desde antes de la transición.
Éramos entonces, hablo de los años setenta, era España en aquel
tiempo, un país curioso, distinto, <<España es diferente>>,
lema de publicidad turística que nos hacía justicia. Aquí todo era
chapuza, improvisación, ingenio campechano, amistades y relaciones.
Y ahora, después de casi cincuenta años, seguimos igual.
España no estaba preparada para lidiar con el ébola. Nuestros
políticos, siempre tan voluntariosos como poco dados a sopesar
nuestra exacta capacidad para enfrentarnos a los problemas y a las
consecuencias de sus decisiones, sin embargo, pensaron otra cosa. El
lema, mil veces repetido, <<nuestra sanidad es la mejor del
mundo>>, nos impide ver la realidad. Nuestra sanidad es buena,
sin duda, pero no es la mejor del mundo, por el contrario es
tributaria de otros sistemas sanitarios que son los que investigan y
avanzan. El modelo que se sigue es simple, Estados Unidos, Francia,
Alemania, sus empresas farmacéuticas, sus universidades, sus
laboratorios, descubren un fármaco o ponen en marcha una nueva
técnica médica y de inmediato se difunde a través de congresos por
todos los países del ámbito de influencia occidental, entre ellos
España.
Nuestra sanidad es aceptable. Se le dedican inmensos recursos
públicos y se obtienen, al menos eso nos dicen, buenos resultados.
Nada que objetar. Pero en el caso del ébola nos enfrentamos a una
amenaza muy diferente a la que nuestros hospitales públicos están
acostumbrados a hacer frente.
En Francia, los repatriados por ébola son internados en un hospital
militar, a cargo de cuerpos sanitarios de élite entrenados en la
guerra bacteriológica, que es lo que se tendría que haber
hecho en este país, suponiendo, lo que es mucho suponer, que nuestras fuerzas
armadas estuvieran preparadas para tales contingencias.
Por el contrario, aquí ingresamos alegremente a los enfermos en una
planta de un hospital público y se aísla al enfermo en una sala
separada por una mampara en la que se pone un letrero <<No
pasar>>., mientras sus cuidadores entran y salen embutidos en
un traje bastante aparatoso, pero, según los resultados, poco
efectivo. No sólo eso. Se deja el cuidado de semejante bomba de
relojería a personal no cualificado, mientras los responsables del
desaguisado se trasladan a sus residencias de fin de semana en busca
del merecido descanso. Están agotados después de haber tomado tan
importantes decisiones. Singularmente la siguiente:
<<Trasládese al enfermo como sea y al precio que sea. Eso nos
congraciará con nuestro electorado católico que se ha visto
decepcionado por el paso atrás en la cuestión del aborto>>.
Una vez fallecido el religioso, los altos mandos de la cosa
sanitaria, agradecidos por la dedicación del personal, conceden unos
días de vacaciones a la auxiliar de enfermería. Desgraciadamente el
virus ya se había introducido en su cuerpo, tiene fiebre y no dice
nada, es comprensible hasta cierto punto. Paracetamol, baja la fiebre
y encubre la enfermedad. Nos enteramos de su estado real varios días
después y es entonces cuando se produce la explosión.
La ministra, demudada, no tiene ni idea de lo que ha pasado. El
consejero de sanidad de la Comunidad de Madrid, (nótese aquí, la
proliferación de altos cargos que hacen la mismo en diferentes
departamentos, enfermedad, ésta sí, que está destruyendo España,
en lo económico y en lo social), arremete contra la enfermera. <<No
hace falta un máster para ponerse un traje>>, frase soez,
insultante, impropia de un responsable político de alto nivel que
denota la estrategia que desde hace décadas se ha impuesto en los
órganos directivos de cualquier empresa, de cualquier tinglado
departamental público, privado, u órgano político español, eludir
la responsabilidad al precio que sea y buscar el chivo expiatorio. Y nótese también
que el chivo en cuestión, siempre es personal del más bajo nivel
jerárquico. En caso de accidente de tren o avión, grave,
conductor, piloto (generalmente muerto, e incapaz de defenderse),
tienen todas las papeletas para cargarse con la culpa.
Y una vez que los hechos nos ponen frente al espejo de nuestra cruda
realidad: <<sólo somos un país mediocre, hiperburocratizado,
alegre, eso sí, pero poco responsable, un país de improvisación,
chapuza y alta capacidad de elusión de responsabilidades>>, a
continuación y como remate, de momento, estalla el tumulto del
perro.
Irrumpen los animalistas. Yo, en cuanto a conocimiento del virus del
Ébola sus peligros y sus modos de contagio y expansión, estoy al
nivel del gobierno nacional y del comunitario (nótese de nuevo la
duplicidad de organismos para no hacer nada útil), es decir, no
tengo ni idea, pero supongo lo siguiente.
El perro lame a su ama, costumbre muy corriente entre los perros.
Absorbe alguna exudación con contenido vírico y lo incorpora a su
organismo. El perro no padece la enfermedad, pero genera anticuerpos,
lo que demuestra la presencia del virus. El animal se saca a pasear y
defeca en cualquier sitio, (los buenos ciudadanos recogen la
deposición y la llevan a una papelera), también tiene la costumbre
de orinar contra farolas, paredes, árboles, etc. Otros perros con
otros dueños se acercan, los animales introducen su hocico hasta
donde pueden y lógicamente absorben cierta cantidad de virus, que
pueden a su vez diseminar por el entorno cercano. Por no hablar de
las anteriormente citadas deposiciones que acabarán en el vertedero
a disposición de ratas, gaviotas y demás fauna urbana.
Matar al pobre animal, es terrible, de acuerdo, yo también tengo
perro, y no hay ser más entrañable en este mundo, pero no me parece
descabellado. En cuanto a los animalistas y su aparición en este
entierro, dejaré el análisis para la siguiente entrada.
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